De la edición Marzo/Abril 2016 de la revista Discernir

Los días que ellos cambiaron, pero no pudieron eliminar

Jesús y la Iglesia primitiva hicieron cosas que hoy en día pensaríamos que son extrañas. ¿Cómo y por qué dejaron las personas de hacer lo que Jesús hizo? ¿Qué debería hacer usted al respecto?

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Si usted pertenece a una iglesia típica del cristianismo actual y pudiera ser transportado de alguna forma 2000 años atrás, a la época de la Iglesia del Nuevo Testamento, ¿no le parecería animador?

¡La verdad es que probablemente sería perturbador! Si usted pudiera hablar con alguien de aquella época acerca de sus doctrinas y costumbres religiosas actuales, lo llamaría hereje. Usted se sentiría perdido, confundido, fuera de lugar y se consideraría, bueno… ¡Raro!

Por otra parte, si los miembros de la Iglesia primitiva fueran resucitados y puestos en una iglesia convencional actual, ellos también se sentirían completamente extraños. Esto se debe a que las costumbres del cristianismo actual virtualmente no tienen nada en común con las de Jesús y la Iglesia que Él fundó.

Continuando con nuestro viaje imaginario al primer siglo, las personas de la Iglesia del Nuevo Testamento quedarían perplejas si usted les mencionara la trinidad, el alma inmortal, el bautismo de infantes o el bautismo por aspersión, ir al cielo o al infierno cuando uno muere, y una miríada de otras doctrinas comúnmente aceptadas en la actualidad.

Y tal vez su primera sorpresa sería cuando se presentara el domingo para adorar con ellos,

¡porque nadie estaría allí! Servicios de Pascua de resurrección, ¿de qué está hablando usted?

¿Por qué le parecería tan extraña la Iglesia del primer siglo? Porque con el tiempo las enseñanzas centrales de Jesús y los apóstoles han sido sistemáticamente desmanteladas y reemplazadas por otras ideas.

¿Qué pasó? ¿Y por qué?

Jesús sabía que sus adversarios primero lo matarían y después otros tratarían de eliminar o reinterpretar sus enseñanzas y costumbres.

En Mateo 24 Él no escatimó palabras cuando advirtió: “…Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán” (vv. 4-5), y: “muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a muchos” (v. 11).

No se necesitó mucho tiempo para que pasara esto. Un tema común en los escritos de Pablo, Pedro, Juan y Judas es su lucha contra los heréticos cambios que asaltaron a la Iglesia primitiva. Irónicamente, en algunas instancias ellos se dieron cuenta de que aun sus propias palabras habían sido distorsionadas por estos engañadores.

Veamos la clara afirmación que Pedro hace acerca de las epístolas de Pablo: “casi en todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas; entre las cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:16).

Pablo no reconocería las enseñanzas y prácticas de muchas iglesias en la actualidad y es fácil pensar que se sentiría asombrado al ver cómo sus propias palabras han sido tergiversadas para justificar muchas de las doctrinas actuales. Pero, nuevamente, tal vez él no estaría tan sorprendido.

Al fin y al cabo, él ya lo había visto antes. Él les escribió a los gálatas: “Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo” (Gálatas 1:6-7).

Judas enfrentó la misma batalla. Él vio que: “me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 1:3).

Cómo se deslizó la fe

La historia es clara al decirnos cómo la fe que fue una vez entregada a los santos rápidamente empezó a deslizarse. Menos de 100 años después de Cristo, el obispo Sixto de Roma presionó a la Iglesia para que se deshiciera de las costumbres “judías” y las reemplazara por unas nuevas.

A Víctor, obispo de Roma, se le debe haber suscitado una gran controversia al presionar a la Iglesia para que cambiara la observancia de la Pascua (una conmemoración de la muerte de Cristo) por la Pascua de resurrección (para conmemorar su resurrección). Él encontró un gran oponente en Polícrates de Éfeso.

El historiador Eusebio cita la gran defensa de Polícrates en la cual hace una lista de muchas personas fieles a las enseñanzas de Cristo. Él escribió: “Todos estos han guardado el 14avo día de la pascua de acuerdo con el Evangelio, sin desviarse en nada, sino siguiendo la regla de la fe. Y yo también, Polícrates… y mis familiares siempre hemos observado el día en que las personas sacan la levadura (la fiesta bíblica de los Panes Sin Levadura). Yo, por lo tanto, hermanos, he vivido 65 años en el Señor y me he reunido con hermanos alrededor del mundo y he estudiado cada Santa Escritura y no me asustan las palabras aterrorizantes. Ante aquellos más grandes que yo, les he dicho: ‘es necesario obedecer a Dios antes que al hombre’”.

Eventualmente, la agenda de Víctor prevaleció y el Concilio de Nicea decidió el tema en el año 325 d.C.

Detrás del escenario

¿Por qué alguien estaría interesado en fomentar el malestar al forzar semejante cambio doctrinal en la práctica de la Iglesia? Aquí es donde la cosa se pone difícil. Algo mucho más siniestro que tan solo nuevas ideas doctrinales estaba llevándose a cabo tras bambalinas.

Otra fuerza importante había empezado a influenciar enormemente a las personas: el antisemitismo. Por supuesto, Jesús fue judío y los apóstoles también. Ellos nunca pensaron que la Pascua y otros días santos bíblicos eran judíos; creían que eran de Dios. Pero cualquier cosa que pudiera ser vista como judía estaba en la mira.

Constantino, el primer emperador en convertirse al cristianismo, llevó consigo ese odio por cualquier cosa judía, tal como lo revela su carta a los delegados en Nicea:

“Se decretó que era indigno observar el festival más sagrado [la Pascua] según la costumbre de los judíos; por estar sus manos manchadas con un crimen horrendo, esos hombres manchados de sangre eran, como pudiera esperarse, mentalmente ciegos… que no haya nada en común entre ustedes y la detestable turba de judíos. Nosotros hemos recibido del Salvador otra forma… Que de común acuerdo tomemos este camino… y que nos desprendamos de esa complicidad tan desagradable. Porque sí que es grotesco para ellos poder alardear de que nosotros seríamos incapaces de guardar estas observancias sin su instrucción” (Eusebio, Life of Constantine [Vida de Constantino], 3.18.2-3).

Constantino estaba errado. Ellos no habían “recibido del Salvador otra forma”. Pablo escribió con detalles acerca de la celebración y significado de la Pascua, al afirmar: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado” (1 Corintios 11:23). Pero estos líderes de la iglesia prefirieron recibir la dirección del emperador romano en lugar de un apóstol del Nuevo Testamento y así institucionalizaron la Pascua de Resurrección como “cristiana” y marginalizaron la Pascua como algo “judío”.

El sábado sufrió un destino similar, por un motivo similar, cuando los líderes de la iglesia lo cambiaron por la observancia del domingo.

Del Concilio de Laodicea en el año 365 d.C., surgió el Canon 29, que afirma: “Los cristianos no deben judaizar al descansar el sábado, sino que deben trabajar en ese día, honrando en vez de esto al día del Señor, y, si ellos pueden, descansar en él como cristianos. Pero si se encuentra a alguien judaizando, que sea anatema [maldito] de Cristo”.

¿De verdad? ¿Adorar en el mismo día en que Jesús adoró lo haría a usted ahora maldito?

Esto hace que surja una pregunta inquietante: ¿qué cambio doctrinal de cualquier tipo, pero especialmente relacionado con una creencia fundamental, puede tener alguna legitimidad cuando ha sido dictado por el antisemitismo?

Es verdad que ciertos judíos habían sido una espina en el costado para el Imperio Romano, y ciertas facciones religiosas de los judíos estaban persiguiendo a cristianos (miles de los cuales, debemos anotar, eran judíos). Pero si permitimos que nuestra animadversión hacia algún grupo influencie nuestra integridad al interpretar las Escrituras, esto nos pone en conflicto con Dios.

El sábado no era de los judíos, era de Dios. Jesús dijo: “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado. Por tanto, el Hijo del Hombre es Señor  del sábado” (Marcos 2:27-28).

Varios siglos antes, cuando Dios dio a Israel sus fiestas santas, Él dijo: “Las fiestas solemnes del Eterno, las cuales proclamaréis como santas convocaciones, serán estas” (Levítico 23:2, énfasis añadido). Éstas son las mismas fiestas que según la historia y la Biblia, la Iglesia del Nuevo Testamento guardó. Nunca fueron “fiestas judías” o “el sábado judío”, ¡eran y son de Dios!

¿Cuándo entonces legitimó Dios este cambio de sus fiestas santas? ¿Acepta Él que descartemos el Cuarto Mandamiento y substituyamos por el domingo el sábado que Él creó, santificó y consagró? ¿Le importa a Él que cambiemos sus fiestas santas y adoptemos otras de las religiones no cristianas?

La historia muestra que a medida que pasaron los años siempre hubo grupos pequeños de personas que dijeron: “Sí, ¡sí importa!” Estos grupos no tenían muchas personas, especialmente cuando tenían que afrontar una persecución horrible, pero ellos fielmente se mantuvieron en las doctrinas bíblicas y en las costumbres de Cristo y de la Iglesia del Nuevo Testamento. Algunos hasta dieron su vida, demostrando el coraje de una convicción que no les permitía transigir con la verdad.

Ellos reconocían cuándo no eran bíblicos los cambios doctrinales y cuándo la motivación detrás de ellos estaba errada.

Daniel Augsburger, un profesor de teología histórica en la Universidad de Andrews, escribió esto en The Sabbath in Scripture and History [El sábado en las Escrituras y la historia]: “Pero también, a través de ese período hubo grupos de personas que por el ejemplo de los judíos o por su estudio de las Escrituras, trataron de guardar el día que Jesús y los apóstoles habían guardado. Por obvias razones sabemos poco del número de personas o de sus nombres, pero su presencia mostró que en cada época ha habido algunos que trataron de poner la Palabra de Dios por encima de las tradiciones de los hombres” (1982, p. 210).

Es cuestión de autoridad

Todas las prácticas religiosas derivan su autoridad de alguna parte. ¿Quién ha moldeado y formado sus creencias en la actualidad? Si ésas difieren de lo que la Biblia dice y de lo que la Iglesia del Nuevo Testamento practicó, ¿tiene alguno la autoridad para hacer estos cambios?

Muchas personas sólo aceptan lo que les ha sido enseñado. Algunas tratan de adjudicar cierto significado en las Escrituras para justificar su posición doctrinal. Otros son más honestos con la historia y admiten que ellos mismos cambiaron cosas. Tomás de Aquino, por ejemplo, uno de los teólogos más influyentes, escribió: “En la nueva ley, la observancia del día del Señor tomó el lugar de la observancia del sábado, no en virtud del precepto sino por la institución de la Iglesia y las costumbres del pueblo cristiano”.

El The Catholic virginian [El católico virginiano] admite lo siguiente: “Todos nosotros creemos muchas cosas en cuanto a la religión, que no encontramos en la Biblia. Por ejemplo, en ninguna parte de la Biblia encontramos que Cristo o los apóstoles ordenaran que el día de reposo fuera cambiado del sábado al domingo. Tenemos el mandamiento que Dios le dio a Moisés de guardar santo el día sábado, esto es el séptimo día de la semana, el septimo día de la semana. En la actualidad muchos cristianos guardan el domingo porque este nos ha sido revelado a nosotros por la Iglesia aparte de la Biblia”.

Es refrescantemente honesto, pero la honestidad todavía no es el sustituto de la autoridad de Dios.

En la actualidad el Domingo de resurrección es el momento más sagrado del año para el cristianismo, pero muchos adoradores ignoran que la única autoridad que los respalda para ese día y la doctrina es la palabra de los hombres, no la de Dios. Las advertencias de Jesús y sus discípulos se hicieron realidad: “se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos”, tal como Pablo les dijo a los ancianos de Éfeso (Hechos 20:30).

Algunos de ellos cambiaron los días que Jesús y la Iglesia guardaron, pero no los pudieron erradicar por completo.

Entonces, ¿importa esto? Todo se reduce a lo siguiente: ¿podemos afirmar que adoramos al Salvador que dio su vida por nosotros, si seguimos a aquellos que trataron de eliminar sus doctrinas y prácticas?

El apóstol Juan lo dijo bien:

“Y este es el amor, que andemos según sus mandamientos.  Este es el mandamiento: que andéis en amor, como vosotros habéis oído desde el principio” (2 Juan 1:6).

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