Mi nombre es Ozymandias
Hoy su antiguo monumento se encuentra en ruinas y su recuerdo perdura en un poema irónico. ¿Qué podemos aprender de él?
Hace algunos años mi familia tuvo la oportunidad de visitar la antigua ciudad de Tebas, Egipto -hogar de los templos de Karnak y Luxor, y de los Valles de los Reyes y las Reinas que están en sus cercanías. En su momento, Tebas fue la capital del país y posiblemente la ciudad más grande del mundo. Fue ahí también donde el Faraón Ramsés II construyó su monumental templo funerario, el Ramesseum.
Ramsés: de la gloria al ridículo
Ramsés (cuyo reinado tuvo lugar durante los 1.200 a.C.) fue probablemente el faraón más poderoso de Egipto, y quería que el mundo siempre lo recordara con admiración.
En su larga vida, construyó muchas estatuas, templos y monumentos en honor a sí mismo, e incluso hizo que grabaran su nombre sobre el de los faraones anteriores para que sus monumentos también proclamaran su gloria. Insistió además en que los jeroglíficos de sus estatuas fueran tallados mucho más profundamente que los de los reyes anteriores para que nadie pudiera escribirles encima con facilidad (como él lo había hecho), y así sus escritos resistieran el paso del tiempo.
El Ramesseum sin duda debió haber sido impresionante en su tiempo. Pero hoy en día lo único que queda son pedazos de piedra, una mano gigante por acá, un trozo de pierna por allá y una cabeza decapitada con gesto altivo un poco más allá. Con todo su orgullo y poder, el recuerdo de Ramsés (si es que se le recuerda) hoy en día parece inspirar más risas que admiración.
Inmortalizado en verso
De hecho, el poeta romántico inglés Percy Bysshe Shelley preservó la ironía de su destino en un conocido soneto llamado “Ozymandias” (versión griega del nombre de Ramsés):
Conocí a un viajero de un antiguo país
que dijo: “dos enormes piernas de piedra
se yerguen sin su tronco en el desierto...
junto a ellas, en la arena, semihundido
descansa un rostro hecho pedazos, cuyo ceño fruncido
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
que todavía sobreviven, grabadas en la piedra inerte,
a la mano que se mofó de ellas y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
‘Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!’
No queda nada a su lado. Alrededor de las ruinas
de ese colosal naufragio, infinitas y desnudas
se extienden las solitarias y llanas arenas”.
(Traducción de Jesús Gómez, La Insignia, www.lainsignia.org)
La perspectiva de Dios
La lección que esto nos enseña es: no importa cuán poderosos, ricos o bellos nos creamos, seguimos siendo criaturas imperfectas y mortales de Dios que están sujetas a su voluntad y el paso del tiempo.
No en vano el rey David escribió en Salmos 62:9: “Por cierto, vanidad son los hijos de los hombres, mentira los hijos de varón; pesándolos a todos igualmente en la balanza, serán menos que nada”.
¡Qué fácil nos dejamos distraer con nuestros deseos, la vanidad de la vida y comparaciones inútiles de unos con otros! Lo que Dios realmente espera es que recordemos cuán limitados somos y cuánto de nuestra vida, posesiones y logros dependen de Él. La única forma de escapar al destino de Ramsés (y de todo ser humano) es la transformación a espíritu que solo Dios nos puede dar.
El apóstol Juan concluyó: “el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).
Algún día, todos entenderán esto, aun Ramsés.
–Joel Meeker