“No para siempre será olvidado el menesteroso”
Una caminata por un tranquilo bosque me recordó que a veces hombres malvados intentan hacer desaparecer a otros sin dejar rastro. Pero Dios no lo permitirá.
Una fresca y nublada mañana, en un bosque de pinos a 100 km de Varsovia, en el noreste de Polonia, mi esposa y yo caminábamos por un claro entre 17.000 piedras de cantera puestas ahí a propósito para simular tumbas. Ese claro había sido el campo de exterminio de Treblinka.
Entre el 23 de julio de 1942 y el 19 de octubre de 1943 —la etapa más terrible de lo que el régimen nazi llamó la “solución final de la cuestión judía”— entre 700.000 y 900.000 hombres, mujeres y niños fueron asesinados en ese lugar. Durante el clímax de las atrocidades, entre 12.000 y 15.000 personas morían ahí cada día. Mi esposa y yo caminamos lentamente por la antigua ruta de la línea ferroviaria, desde donde un desvío conducía a una estación de trenes falsa. La entrada del campo se disfrazó como una terminal para mantener tranquilos a los presos.
Seguimos caminando colina arriba hasta llegar a las habitaciones donde los reos se desvestían. Ahí se separaban hombres de mujeres y se les pedía que entregaran sus artículos personales para ser guardados; luego, que se desnudaran para tomar un baño en preparación para su trasladado hacia campos de reasentamiento que se encontraban más al este. Una vez desvestidos, los guardias metían rápidamente a la gente en las cámaras de gas disfrazadas como duchas. Las víctimas eran asfixiadas con gases de escape de un tanque ruso capturado, lo cual tomaba entre 20 y 30 minutos.
Después de avanzar otro poco, mi esposa y yo llegamos a donde se encontraban los fosos crematorios abiertos que los nazis usaban para quemar los cuerpos tras bañarlos en gasolina.
Imposible de esconder
Una de las cosas más horribles acerca de Treblinka es que los nazis creían que podrían esconder su barbarie. Cuando el campo cerró, los cuerpos que se habían enterrado antes fueron desenterrados y quemados. Se quitó la línea del tren; se destruyeron los edificios; los restos de huesos fueron molidos hasta convertirse en polvo; y la tierra se labró para volver a hacerla cultivable. Más tarde, se construyó una casa en medio de la “granja” y se le entregó el terreno a una familia.
Las SS (Schutzstaffel) pretendían que esos cientos de miles de judíos desaparecieran sin dejar rastro —que no quedara ni un solo recuerdo de ellos.
Afortunadamente, hubo algunos sobrevivientes; entre ellos, 70 que escaparon y sobrevivieron a la guerra luego de una revuelta en agosto de 1943. Ellos contaron sus historias y así muchos de los guardias nazis enfrentaron la justicia. Aun hoy en día, los arqueólogos siguen trabajando para reconstruir la historia de ese escalofriante lugar.
La promesa de Dios
Pero aún más importante que nuestros esfuerzos humanos por recordar, es la promesa de Dios de no permitir que ningún ser humano borre el recuerdo de otro para siempre. Dios ama a todos sus hijos, y Él restaurará su vida y todo su potencial sin importar cuán terriblemente haya terminado su primer paso por esta Tierra.
Jesucristo explicó que Dios no se olvida ni del más pequeño de los animales ni mucho menos de las criaturas que hizo a su propia imagen: “¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Lucas 12:6-7).
No importa cuán arrogantes y crueles sean algunos seres humanos con otros, Dios tendrá la última palabra y Él restaurará toda vida y esperanza.
Refiriéndose a la mayor promesa de Dios para la humanidad, David escribió:
“Porque no para siempre será olvidado el menesteroso, ni la esperanza de los pobres perecerá perpetuamente. Levántate, oh Eterno; no se fortalezca el hombre; sean juzgadas las naciones delante de ti. Pon, oh Eterno, temor en ellos; conozcan las naciones que no son sino hombres” (Salmos 9:18-20).
Nadie será olvidado para siempre.
—Joel Meeker