Muchos judíos y gentiles del primer siglo no creyeron que la salvación podía venir por medio de un Cristo crucificado. ¿Por qué? ¿Qué podemos aprender de su razonamiento erróneo?
“¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Marcos 8:33).
Pedro se quedó ahí, perplejo por la reacción de Jesús.
¿Por qué este regaño?
Poco antes, de camino a Cesarea de Filipo, Jesús les hizo dos preguntas a sus discípulos acerca de su identidad. Primero les preguntó, “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (v. 27). La siguiente pregunta fue aun más importante: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (v. 29).
Pedro respondió correcta y contundentemente, “Tú eres el Cristo” (v. 29). Cristo es la traducción griega para la palabra hebrea Mesías, que significa “ungido” o “el ungido”. El término se refiere específicamente al rey descendiente de David que restauraría la nación de Israel.
Pedro sabía que Jesús era el Mesías. Pero luego Jesús comenzó a decir que tendría que sufrir y morir en un futuro muy cercano (v. 31). Pedro, al igual que muchos otros judíos, no concebía que el Mesías tuviera que morir. Así que Pedro tomó aparte a Jesús y “comenzó a reconvenirle” (v. 32).
Esto fue lo que provocó la fuerte reacción de Jesús. Pedro no se había dado cuenta, pero su temerario intento de decirle al Mesías que no debía morir fue una reflexión influenciada por Satanás, no por Dios.
El “Cristo crucificado” como una piedra de tropiezo
En los primeros capítulos de 1 Corintios, el apóstol Pablo escribió acerca de la dificultad de entender el concepto de un Cristo crucificado, tanto para los judíos como para los gentiles. Escribió que él y sus compañeros en el ministerio predicaban: “a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (1 Corintios 1:23).
Muchos judíos y griegos del primer siglo rechazaron la doctrina de Cristo crucificado, pero algunos —aquellos a los que Dios había llamado— se regocijaron en este conocimiento. Para aquellas personas, y para nosotros hoy, esta doctrina señala el poder, el amor y la sabiduría de Dios.
Judíos y gentiles tenían razones muy diferentes para rechazar la idea de un Cristo crucificado. No obstante, en ambos casos, su rechazo se basaba en falsas ideas preconcebidas. preconceptos falsos.
Para los judíos, Pablo usó la metáfora de una piedra de tropiezo para describir su incapacidad de aceptar la idea de un Mesías crucificado. Esta metáfora se refiere a: “nombre de la parte de una trampa a la que se sujeta el cebo, es decir, la propia trampa o lazo” (Diccionario completo del expositor, Vine, “ofensa”).
Una razón por la que un Cristo crucificado parecía algo descabellado para los judíos es que una gran mayoría de los pasajes del Antiguo Testamento acerca del rey que habría de venir, lo describen como un conquistador. Por ejemplo, un pasaje que lo identifica como una vara del tronco de Isaí dice: “y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío” (Isaías 11:4).
Sin embargo, en el mismo libro leemos acerca de un siervo que sufre terriblemente: “más él herido fue por nuestras rebeliones” (Isaías 53:5). Hoy en día los cristianos reconocen este pasaje (Isaías 52:13-53:12) como una profecía del flagelo y crucifixión de Jesús, pero en ningún lugar de éste se le llama “Mesías” a ese siervo, y los judíos del siglo I generalmente no lo tomaban como un pasaje mesiánico.
No obstante, curiosamente, el rol del Mesías —ya fuera que conquistara o que sufriera— no era la única razón por la que los judíos rechazaban la idea de un Cristo crucificado. Otra razón muy importante era la forma de morir.
La crucifixión como maldición
La crucifixión romana era una manera extremadamente dolorosa de morir. Adicionalmente, los judíos consideraban a la victima maldita por Dios. Este razonamiento estaba basado en una ley del Antiguo Testamento que dice: “porque maldito por Dios es el colgado” (Deuteronomio 21:23).
La ley les prohibía específicamente a los israelitas que permitieran que un criminal ejecutado permaneciera colgado de un árbol durante la noche porque al hacerlo “contaminaban la tierra”. Esta ley estaba en vigor mucho antes de que existiera la crucifixión romana, pero los judíos del siglo I creían que también se aplicaba a ese castigo.
En su pensamiento, el solo hecho de estar colgando, independiente de la inocencia o culpabilidad de la persona, era una señal de maldición de Dios: “El hecho de que su muerte por crucifixión fuera merecida o el resultado de un error judicial no viene al caso: el caso es que fue crucificado, y por lo tanto entraba dentro del significado del pronunciamiento de Deuteronomio 21:23” (F.F. Bruce, Paul: Apostle of the Heart Set Free [Pablo: Apóstol del corazón liberado], p. 71).
Los judíos del primer siglo entendían que el Mesías había sido bendecido por Dios. Como lo mencionábamos anteriormente, el término hebreo se refiere a la unción, y ungir con aceite era una demostración física de que Dios estaba apartando a esa persona para desempeñar un papel especial, y al mismo tiempo, bendiciéndolo con la capacidad de llevar a cabo ese papel especial.
Un Cristo crucificado, y por ende, uno maldito, era inconcebible para ellos. De hecho, el concepto “era peor que una contradicción en los términos; la idea misma era una blasfemia indignante” (ibídem).
Una locura para los griegos
Las otras naciones del mundo no tenían ideas preconcebidas con respecto al Mesías, el cual es un concepto bíblico. No obstante, si tenían preconceptos que impedían que muchos de ellos aceptaran el Cristo crucificado como su Salvador.
Antes del primer siglo, la cultura griega había permeado gran parte del mundo mediterráneo como resultado de las conquistas de Alejandro Magno. La religión griega también evolucionó a través de la exposición a los dioses y cultos misteriosos del antiguo Cercano Oriente. El resultado fue una mezcolanza de creencias y prácticas religiosas.
También es importante entender que la filosofía griega no estaba totalmente separada de la religión griega. Los filósofos helenísticos creían que “su tarea consistía en articular una explicación razonable del cosmos y la humanidad y prescribir el tipo de acciones más adecuadas para la vida en este mundo” (William Simmons, Peoples of the New Testament World [Pueblos del mundo del Nuevo Testamento], p. 292).
Los seguidores más primitivos de las religiones griegas creían en muchos dioses. Algunos filósofos (por no decir la mayoría) se habían alejado de esta visión del mundo, aunque no necesariamente descartaron la idea de la existencia de dioses.
Muchos concebían nuestro mundo como intrínsecamente inferior al mundo espiritual. Por esta razón, “los griegos habrían tenido dificultades para concebir cómo un dios, siendo espíritu, podía encarnarse y proporcionar así una expiación dios-hombre por el pecado” (Comentario bíblico del expositor, Vol. 10, p.195).
En otras palabras, para los griegos, la idea de que un dios se convirtiera en hombre y se sacrificara por las personas era inconcebible. Las personas existían para servir y sacrificarse por los dioses —no al contrario.
Dos escuelas de pensamiento
En el siglo I existían dos grandes escuelas filosóficas: el epicureísmo y el estoicismo. Pablo se encontró con filósofos de ambas escuelas cuando visitó el Areópago de Atenas (Hechos 17:18). Cuando Pablo les habló a estos estoicos y epicúreos, lo escucharon durante un rato, “pero en cuanto habló de un juicio personal por Jesucristo y de la resurrección de los muertos, todo se vino abajo” (Pueblos del mundo del Nuevo Testamento, p. 303). Y es que los estoicos rechazaban tanto la idea del juicio como la de la resurrección.
Los epicúreos se oponían por otros motivos. No sólo rechazaban el concepto de que cualquier dios fuera soberano, sino que también rechazaban la idea de que cualquier dios fuera eterno. Creían que los dioses “fueron creados por la convergencia de los átomos más finos” (ibídem, p. 294). También creían que los dioses no se preocupaban realmente por los asuntos humanos.
Así pues, los griegos del siglo I que veían a “Cristo crucificado” como una locura, tenían una serie de ideas preconcebidas que les impedían aceptar la doctrina cristiana. Algunos no creían que ningún dios fuera soberano. Algunos creían que nuestro mundo era inferior al reino de los dioses y, por lo tanto, un lugar en el que ningún dios entraría. Algunos rechazaban la noción del juicio divino. Algunos rechazaban la idea de una resurrección. Y otros no creían que los dioses se preocuparan por los humanos.
El poder y la sabiduría de Dios
Muchos judíos y griegos del primer siglo rechazaron la doctrina de Cristo crucificado, pero algunos —aquellos a los que Dios había llamado— se regocijaron en este conocimiento. Para aquellas personas, y para nosotros hoy, esta doctrina señala el poder, el amor y la sabiduría de Dios.
Es por medio de la muerte y resurrección de Jesús que Dios demuestra su poder sobre el pecado y la muerte. Con su muerte, Cristo pagó por nuestros pecados, y por su resurrección fue “declarado Hijo de Dios” (Romanos 1:4). La muerte de Jesús demuestra su poder, del mismo modo que “lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1:25).
Dios también demuestra su sabiduría por medio de la muerte y resurrección de Jesús. Cristo vino primero como Siervo que iba a padecer, humillándose hasta la muerte para dar ejemplo. También nosotros debemos humillarnos, muriendo simbólicamente para vivir en Cristo. Por esto se nos dice que lo: “insensato de Dios es más sabio que los hombres” (v. 25).
Qué podemos aprender de todo esto
Las falsas creencias de los judíos y griegos del primer siglo les impidieron comprender el poder y la sabiduría de “Cristo crucificado.” Y todos nosotros tenemos hoy varias ideas preconcebidas, algunas de las cuales pueden interferir en nuestro caminar cristiano.
Pedro y los otros discípulos ciertamente lucharon con la idea de que su Señor y Maestro sería crucificado. Después de que Jesús reprendiera a Pedro (Marcos 8:33) por resistirse al plan de Dios de que Cristo fuera crucificado, les dijo a sus discípulos en dos ocasiones más, que lo matarían (Marcos 9:31; 10:32-34). Aun así, “ellos no entendían esta palabra, y tenían miedo de preguntarle” (Marcos 9:32).
Si queremos tener una relación sin obstáculos con Dios, debemos estar dispuestos a desprendernos de cualquier falsa creencia que se interponga entre nosotros y Él. Es posible que nuestras falsas creencias no tengan nada que ver con la crucifixión y resurrección de Jesús, sino con alguna otra cuestión doctrinal. Debemos humillarnos, como lo hizo Cristo, para que podamos atentos a “las cosas de Dios” en lugar de “las cosas de los hombres” (Marcos 8:33).
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