A pesar de nuestros avances, el escenario mundial puede ser deprimente. Pero Dios nos provee de una esperanza segura e inalterable en medio del caos.
Según algunas estadísticas, usted y yo estamos viviendo en la época dorada de la humanidad. En comparación con la historia reciente, el ser humano promedio está viviendo más tiempo, muriendo de forma menos violenta, recibiendo mejor educación y viviendo más lejos de la línea de la pobreza que antes.
Teniendo en cuenta casi todas las medidas de éxito físico, las cosas son mejores hoy que desde hace mucho tiempo.
La medicina moderna nos permite tratar (e incluso eliminar) enfermedades que antes podían destruir poblaciones completas. La tecnología moderna nos permite, con sólo unos toques en la pantalla de nuestro teléfono, realizar tareas y acceder a información de maneras que en el pasado hubieran sido imposibles o extremadamente difíciles.
Y aún así . . .
Aún así, cuando veo el estado de nuestro mundo, no quedo con una sensación de esperanza renovada.
De hecho, quedo con una sensación de depresión.
Un vistazo al mundo
No importa cuántos gráficos y estadísticas me muestren, cuando observo el estado del mundo, no veo a ocho mil millones de personas acercándose a una utopía.
Veo a líderes completamente incapaces de negociar la paz duradera entre naciones en conflicto; líderes que no pueden o no están dispuestos a erradicar la avaricia e incompetencia sin límites que sostiene sus propias estructuras políticas; líderes que gastan más energía en controlar la narrativa que en resolver problemas reales.
Veo un desfile de visiones del mundo cada vez más desconectadas de la realidad, que exigen ser tomadas en serio y se atreven a vilipendiar a cualquiera que no confirme o apoye cualquier ilusión sin fundamento que promuevan.
Veo a más y más personas aferrándose a sus ideas y engaños preconcebidos, demandando ser escuchadas pero rehusándose a escuchar, sacando conclusiones a la ligera y subestimando argumentos cuando les conviene, mientras que esperan que defiendan sus derechos cuando alguien hace lo mismo con ellas.
Veo conflictos que se rehúsan a ser resueltos. Veo a personas buenas muriendo demasiado pronto y a personas malas viviendo demasiado. Veo estilos de vida destructivos celebrados como algo hermoso y valiente. Veo la erosión de la razón y la lógica. Veo amenazas naturales y creadas por el hombre que ya se asoman en el horizonte. Veo a familias intentando mantenerse financieramente a flote. Veo mentiras y desinformación plagando los medios. Veo las redes sociales remplazando las interacciones sociales significativas.
Veo todo esto, mientras escucho que el mundo ahora es un mejor lugar, y me pregunto:
¿En serio?
¿Esto es un mejor lugar?
¿Es así como se ve el éxito?
Si ésta es la humanidad alcanzando su potencial, no puedo encontrar esperanza para el futuro en nuestro mundo.
Afortunadamente, sí puedo encontrar esperanza en otro lugar.
El camino que parece correcto
Uno de los principios fundamentales que encontramos en la Biblia es que, por nosotros mismos, los humanos somos incapaces de hacer que la vida funcione.
Podemos intentarlo, sí, y sin duda lograr cosas impresionantes en el camino; pero al final del día: “el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jeremías 10:23).
Y no es sólo que no conozcamos el mejor camino o que no seamos lo suficientemente efectivos; es que incluso nuestros mejores esfuerzos terminarían en fracaso. “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12).
Nuestro mundo tomó el rumbo que sigue hasta ahora hace unos 6.000 años, cuando el primer hombre y la primera mujer desobedecieron a Dios y comieron del fruto prohibido. En lugar de vivir por siempre con su Creador, Adán y Eva recibieron la promesa de que ciertamente morirían (Génesis 2:17; compare con 3:19).
El mundo que hemos estado construyendo desde el principio de la historia —este experimento global de lo que ocurre cuando intentamos dirigir nuestros propios pasos— sólo puede terminar de una manera:
Fracaso y muerte.
Sin propósito . . . aparentemente
El mundo puede golpearnos (y nos golpea) con olas de desesperanza. Pero nuestra ancla de esperanza evitará que nos dejemos llevar por esas corrientes de desánimo.
Pablo escribió que “la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza” (Romanos 8:20). La palabra griega traducida como “vanidad” puede significar “estado de inutilidad o carencia de valor” (A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature, Third Edition [Diccionario griego del Nuevo Testamento y otra literatura cristiana, tercera edición]).
Con su desobediencia, Adán y Eva llevaron a la creación a un estado de vanidad. Lo que Dios había creado con un objetivo muy específico dejó de tener propósito, y Él lo permitió.
¿Por qué?
Pablo dice que Dios sujetó al mundo a vanidad en esperanza. Tenía un plan para su futuro.
La carta del apóstol a los Romanos nos cuenta el resto de la historia. Leemos que la creación “[aguarda] la manifestación de los hijos de Dios” (v. 19). Ésta es una parte excepcionalmente importante del rompecabezas. La creación, que actualmente está sujeta a vanidad, “será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (v. 21).
Ésa es nuestra esperanza: no sólo que Dios podría rescatar a su creación en decadencia, sino que la rescatará.
Dios está llevando a cabo un plan para poner todo en orden otra vez.
¿Y usted y yo?
Podemos ser parte de ese plan.
La manifestación de los hijos de Dios
“Los hijos de Dios”.
Esos somos nosotros. O, por lo menos, en eso tenemos el potencial de convertirnos. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Debemos creer en su mensaje, obedecer su instrucción y pensar y actuar como Él.
Como seres humanos físicos que viven en una creación decadente, rodeados de personas que intentan dirigir sus propios pasos y seguir sus propios caminos, tenemos la invaluable esperanza que proviene de conocer el plan de Dios:
“Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Romanos 8:22-25).
La esperanza como un ancla
Para los cristianos, esta esperanza debería ser más que un pensamiento bonito en el cual reflexionamos de vez en cuando. Es una esperanza basada en una promesa tan cierta, tan definitiva, tan inmutable que estamos dispuestos a vivir como si ya hubiera ocurrido.
El autor del libro de Hebreos describe esta esperanza como una “segura y firme ancla del alma” (Hebreos 6:19).
Un ancla no es un pensamiento pasajero; es una cuerda salvavidas.
El mundo puede golpearnos (y nos golpea) con olas de desesperanza. Pero nuestra ancla de esperanza evitará que nos dejemos llevar por esas corrientes de desánimo. Cuando conocemos el plan de Dios —cuando sabemos lo que Él está haciendo y por qué estamos aquí— tenemos acceso a un ancla lo suficientemente firme como para superar cualquier prueba.
Esto no significa que será fácil.
Es difícil observar los elementos más desesperanzadores de nuestro mundo. Es difícil vivirlos y experimentarlos de primera mano, pero nuestra ancla está diseñada para mantenernos conectados con la maravillosa esperanza de lo porvenir.
Ya sea que perdimos un trabajo, a un amigo o a un ser querido —que seamos ridiculizados, difamados o maltratados— cualquiera que sea la forma o el tamaño de nuestras dificultades, sabemos que esta vida vale la pena debido a lo que nos espera.
Hemos sido llamados a ser hijos de Dios.
Somos llamados a heredar y restaurar este mundo, trabajar junto a Dios para lograr lo que ningún ser humano puede lograr hoy:
Hacer de un mejor futuro no sólo una esperanza, sino una realidad.
“Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza; porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:18-21).
Lo que viene es hermoso y perfecto y hará que incluso los peores momentos de esta vida parezcan insignificantes en comparación con su absoluto esplendor.
Esa realidad aún no está aquí, pero está por venir.
Y comienza con un ancla.
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