Viaje 1 Conociendo a Dios

Día 4: Dios, el Celoso

Hoy en día los celos generalmente se entienden como algo negativo. Son una señal de inmadurez, codicia o lujuria, o bien una muestra de descontrol emocional y un carácter infantil. Vemos a las personas celosas como escépticas, desconfiadas e incapaces de desarrollar relaciones profundas, y tal vez por eso nos parezca tan sorprendente que Dios se atribuya a sí mismo esta característica en la Biblia: “no te has de inclinar a ningún otro dios, pues el Eterno, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es” (Éxodo 34:14).

Muchas personas se detienen ahí. ¿El Dios de la Biblia dice abiertamente que es celoso? ¿Por qué servir a un Dios que se confiesa infantil y se enorgullece de ello? ¿Por qué involucrarse siquiera con alguien así?

Pero detenerse ahí es un error —nos impide hacer las preguntas realmente importantes: ¿por qué dice Dios que es celoso y qué quiere decir exactamente?

Comencemos con un poco de contexto.


El versículo que acabamos de leer es en realidad un paréntesis dentro de un texto mucho mayor. Los israelitas estaban a punto de entrar a Canaán (un país lleno de pueblos paganos que adoraban a sus dioses con sacrificios de niños y prostitución ritual) y Dios les estaba dando instrucciones al respecto. Parte de estas instrucciones fue:

“Guarda lo que yo te mando hoy; he aquí que yo echo de delante de tu presencia al amorreo, al cananeo, al heteo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo. Guárdate de hacer alianza con los moradores de la tierra donde has de entrar, para que no sean tropezadero en medio de ti. Derribaréis sus altares, y quebraréis sus estatuas, y cortaréis sus imágenes de Asera. Porque no te has de inclinar a ningún otro dios, pues el Eterno, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es. Por tanto, no harás alianza con los moradores de aquella tierra; porque fornicarán en pos de sus dioses, y ofrecerán sacrificios a sus dioses, y te invitarán, y comerás de sus sacrificios; o tomando de sus hijas para tus hijos, y fornicando sus hijas en pos de sus dioses, harán fornicar también a tus hijos en pos de los dioses de ellas” (Éxodo 34:11-16).

Así de sencillo, las respuestas comienzan a aparecer. El celo de Dios no tiene nada que ver con complejos infantiles de inferioridad, y Él no necesita que nadie lo adore para reafirmar su autoestima. Pero si los israelitas no destruían los altares e ídolos de los dioses falsos de Canaán, se verían tentados a aceptarlos e integrarlos a su vida, adorándolos con las mismas costumbres horribles de los pueblos paganos. Por eso mismo Dios les advierte más adelante: “No harás así al Eterno tu Dios; porque toda cosa abominable que el Eterno aborrece, hicieron ellos a sus dioses; pues aun a sus hijos y a sus hijas quemaban en el fuego a sus dioses” (Deuteronomio 12:31).

Lamentablemente, esto fue justo lo que sucedió. Israel ignoró la advertencia de Dios, siguió a los dioses falsos de Canaán y, luego de varios siglos, llegó a ser tan corrupto como los cananeos a quienes Dios había sacado para entregarles la tierra a ellos (2 Reyes 21:10-13).


Obviamente, los dioses paganos de la antigüedad son más bien reliquias en nuestro mundo moderno. Quemos, Dagón y Moloc ya no tienen la misma fama de antes, y Balder y Hermes están simplemente pasados de moda. Pero ¿existe aún algún riesgo de que cometamos el error que cometió Israel? ¿Hay alguna razón por la que Dios pudiera seguir siendo un Dios celoso?

La respuesta es sí: un gran y resonante sí.

Los seres humanos somos criaturas sorprendentemente versátiles y tenemos la capacidad de adorar a muchas más cosas que imágenes talladas o estatuillas de tiempos antiguos. De hecho, hoy en día corremos el peligro de servir a una gran cantidad de dioses falsos modernos, como el dinero, las posesiones, los amigos, la familia, e incluso nosotros mismos; y si adoramos a alguno de estos dioses, podemos acarrearnos todo tipo de daños innecesarios.

Ésa es la clave del celo de Dios: no es Él quien sufre cuando ponemos otra cosa delante o al mismo nivel que Él; somos nosotros quienes sufrimos.

Tomemos el dinero, por ejemplo. La Biblia dice claramente que la “raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Timoteo 6:10). El dinero en sí no es el problema, sino el amor al dinero. Cuando Dios no es lo primero en nuestra vida, comenzamos a encontrar razones para desobedecer sus reglas perfectas y le abrimos paso a toda clase de malas decisiones —decisiones que pueden lastimarnos a nosotros mismos y a los demás.

Sí, Dios es un Dios celoso. Pero la razón por la cual Dios no admite rivales es que sabe cuánto daño nos harán. Como Cristo advirtió: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro” (Mateo 6:24).

Dios es todopoderoso y no necesita nada de nosotros. No necesita que lo pongamos primero en nuestra vida, pero nosotros sí lo necesitamos a Él. Servir a un dios falso nos dejará vacíos y traspasados de muchos dolores, y eso no es lo que nuestro Padre quiere para nosotros.

Dios quiere que tengamos lo mejor; por eso es un Dios celoso. Y por eso deberíamos estar agradecidos.

Lectura complementaria

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