Durante los cuatro días pasados hemos explorado algunas de las características que definen el carácter de Dios. Hemos visto que existe por sí mismo, que no tiene límites, que se preocupa profundamente por nosotros, que define los límites que necesitamos para vivir plenamente, y que no quiere vernos ir tras cosas que pueden lastimarnos.
Pero hay un problema.
Aún sabiendo todas estas cosas, usted y yo fallaremos. No es una posibilidad, es un hecho ineludible: eventualmente haremos algo incorrecto. Cruzaremos alguno de esos límites; romperemos alguna de esas reglas; seguiremos a alguno de esos dioses falsos.
Tal vez sea por un error sincero, un lapso de falta de criterio o nuestra naturaleza humana jugándonos una mala pasada; pero nada cambiará el hecho de que, en algún momento, haremos algo contrario a la voluntad de Dios.
¿Qué pasará entonces?
En primer lugar, habrá consecuencias. No hay manera de evitarlo. Dios estableció reglas “para que [tengamos] prosperidad” (Deuteronomio 10:13), y es simplemente razonable que si las rompemos obtengamos el efecto contrario. Y mientras más rompamos esas reglas, mayor será el impacto negativo en nuestra vida y la vida de los demás.
Pero eso no es todo. La Biblia también nos dice que “el pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4) y “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). En otras palabras, quebrantar la ley de Dios (pecar) es sinónimo de perder la vida.
En nuestro próximo Viaje, “El problema de la maldad”, hablaremos con más detalle acerca de los peligros del pecado, pero por ahora la pregunta apremiante es: ¿qué podemos hacer para arreglarlo? Y la respuesta es: nada.
No hay nada que usted y yo podamos hacer para “deshacer” el pecado. No podemos contrarrestarlo con buenas obras, y no podemos cubrirlo o hacer como si nunca hubiera ocurrido. El pecado no es un problema que usted y yo podamos solucionar.
Afortunadamente, Dios sí puede solucionarlo.
En la antigua mitología, la idea de un dios misericordioso era un concepto extraño. Las religiones de antes tal vez creían en uno o dos dioses compasivos, pero bastaba con ofenderlos o cometer algún error para que sacudieran el cielo y la Tierra en una vengativa muestra de ira. Eran dioses, después de todo —deidades supremas, inefables y con inimaginable poder. ¿De qué otra manera iban a responder a las ofensas de la insignificante raza humana?
La Biblia, sin embargo, describe a Dios (el verdadero Dios, Creador del Universo) de una manera muy diferente: “tú eres Dios que perdonas, clemente y piadoso, tardo para la ira, y grande en misericordia” (Nehemías 9:17).
Miqueas pregunta: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia” (Miqueas 7:18). Joel dice que Dios “misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo” (Joel 2:13). Y Pedro además afirma que Dios es “paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).
Increíble, ¿no? Mucho más que increíble. Dios no sólo perdona nuestros pecados, sino que siempre está dispuesto a perdonar. No quiere que ninguno de nosotros muera y, aunque no soportará el pecado para siempre, es muy paciente —más paciente de lo que podemos comprender, y más misericordioso de lo que merecemos, especialmente si consideramos el gran precio de esa misericordia.
En Romanos 5:7-8, Pablo explica: “apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Éste es otro tema del que hablaremos más en nuestro próximo Viaje, pero sin duda es claro que limpiar nuestros pecados tuvo un precio muy alto para Dios: la vida de su propio Hijo, quien vino a la Tierra para morir en nuestro lugar.
Ninguno de nosotros merece ese tipo de misericordia y jamás podríamos merecerla. Sin embargo, Dios nos la da, porque Él es el Dios perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia.
¿Por qué? O en palabras del rey David: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Salmos 8:4). Con toda su grandeza y poder, ¿por qué Dios se preocupa del insignificante ser humano? ¿Y por qué se tomó la molestia de crearnos en primer lugar?
Las respuestas a estas preguntas son fundamentales para entender la razón de su existencia, y probablemente sea la información más importante que jamás escuchará.
Es tiempo de conocer a Dios, la familia.