El primer capítulo de la Biblia incluye un versículo bastante confuso: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Génesis 1:26).
¿Hagamos? ¿Nuestra? ¿Con quién estaba hablando Dios en este pasaje? Luego, el siguiente versículo dice: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (v. 27).
Vaya enigma. Primero Dios está hablando con alguien que comparte su imagen y su poder de crear vida, y al momento siguiente vemos a un Dios singular creando a la raza humana. Todo pareciera indicar que Dios estaba hablando con … ¿otro Dios? Pero eso es imposible. ¿Cuántas veces la Biblia nos recuerda que “no hay más Dios que yo” (Isaías 45:21)? Debe haber otra explicación.
Sin embargo, a medida que nos adentramos en las Escrituras, descubrimos la increíble verdad: no hay otra explicación. Dios literalmente estaba hablando con otro ser, a quien la Biblia también describe como Dios. ¿Cómo puede ser?
La respuesta es que Dios en realidad es una familia. Y, lo que es más importante, una familia en la que usted puede entrar.
Al comienzo de su Evangelio, Juan explica un poco más acerca del primer capítulo de Génesis diciendo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:1-3).
Ahora comenzamos a entendernos. El Verbo del que Juan habla existía con Dios y era Dios a la vez. Éste puede ser un concepto difícil de comprender, pero irá cobrando sentido a medida que avanzamos. Más adelante, Juan dice: “aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14); es decir, el Verbo —ese ser que estaba con y era Dios desde el principio— es quien vino a la Tierra como Jesucristo.
Los discípulos de Jesús también llegaron a comprender esta verdad con el tiempo, reconociendo que “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Y ante esta afirmación, Jesús respondió: “no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (v. 17).
Poco a poco, la imagen completa comienza a aparecer. La Biblia habla de dos seres que llevan el título de Dios: uno de ellos es el Padre y el otro, el Hijo. En conjunto, ambos conforman la familia divina y, a medida que seguimos indagando, más descubrimos acerca de la familia de Dios.
Pablo, por ejemplo, dice que dobla sus rodillas “ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:14-15). Este comentario sobre “toda” la familia nos da otra pista acerca de una de las mayores verdades de la Biblia:
La familia de Dios se está expandiendo.
Así es. Ésa es la razón por la que usted está aquí, y todos estamos aquí. Dios está creando una familia y quiere que usted forme parte de ella.
Como Juan explica: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios… Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:1-3, énfasis añadido).
Quienes sigan y obedezcan a Dios fielmente, algún día serán como Él es. ¡Qué verdad tan increíble, tan maravillosa, tan inimaginable!
Pero ¿qué significa exactamente?
La familia de Dios es un grupo íntimamente unido, y no sólo porque ahora se compone de sólo dos miembros. Cristo dijo claramente: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30), y luego le pidió a Dios que sus futuros discípulos “sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad” (Juan 17:22-23).
Estos versículos nos revelan que la familia divina está completamente unida en propósito, mente y actuar —todos sus miembros quieren lo mismo sin importar de qué se trate. Y si nosotros queremos formar parte de esa familia, debemos tener la misma sintonía, lo cual definitivamente no es parte de nuestra naturaleza. Después de todo, “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
Pero ese es justamente el punto: no tenemos que ser “hombres naturales” para siempre. Dios nos da la oportunidad de cambiar; de crecer; de recibir su Espíritu y comenzar a transformarnos en algo mucho más maravilloso de lo que podríamos llegar a ser por nuestra propia cuenta. El apóstol Pablo describe este increíble proceso explicando que “todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos… Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:51-53).
Hay mucho más que podríamos decir sobre este tema —y lo haremos en nuestro tercer Viaje, “El plan de Dios”— pero por ahora, el punto importante es que Dios, el inmortal, ilimitado, todopoderoso y autónomo, es en realidad una familia.
Una familia que se está expandiendo.
Y una familia de la que usted puede ser parte.
El jefe de esa familia es nada menos que Dios el Padre —el Dios del que hemos estado aprendiendo durante los pasados seis días— y a su mano derecha se encuentra Jesucristo, su Hijo, quien ha existido junto al Padre por la eternidad como el Verbo.
Jesucristo y el Padre están tan sincronizados que en cierta ocasión Jesús dijo: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto” (Juan 14:7). Esto significa que conocer a un miembro de la familia divina es como conocerlos a todos, porque todos tienen la misma mente y el mismo carácter.
Pero antes de llegar al fin de este Viaje hay una característica de Dios que aún nos queda por conocer —la característica probablemente menos comprendida (y más importante) de todas.
Acompáñenos mañana para conocer al Dios de amor.