Para cada acción, existe una reacción igual y opuesta.
Ésta es una ley fundamental del mundo en que vivimos. Los peces pueden cruzar el océano porque al empujar el agua con sus aletas, el agua los empuja de vuelta y les permite nadar. Los basquetbolistas pueden botar el balón porque cuando lo lanzan con fuerza hacia al suelo, el suelo se los regresa con esa misma fuerza. Y si cometemos el error de chocar contra una pared, el dolor que sentiremos se debe a que la pared nos golpea de vuelta.
Es la ley de causa y efecto en acción. Cuando un evento X sucede, necesariamente Y sucederá también. Si usted pone un plato de comida frente a un adolescente hambriento (causa), puede estar seguro que la comida desaparecerá (efecto). Si toma cinco tazas de café al día durante dos meses seguidos y luego para de repente (causa), tendrá el dolor de cabeza de su vida (efecto). Y si alguno de sus amigos descubre que usted sabe algo de autos (causa), muy pronto habrá mucha gente pidiéndole favores (efecto).
Nada de esto debería sorprendernos. Es simplemente la forma en la que el mundo funciona. Instintivamente sabemos que las cosas no sólo “suceden”, sino que siempre tienen una causa. Las causas pueden ser varias o imperceptibles, cierto, pero la ley de causa y efecto siempre se cumple: Y siempre sucede por un motivo X.
Cuando ocurre una tragedia —cuando nos estremecemos ante otra noticia de secuestros, tiroteos, ataques terroristas y víctimas de guerra— la pregunta más obvia y fácil que podemos hacernos es: “¿por qué permite Dios que esto suceda?”
Pero una pregunta más difícil y compleja sería: “¿qué fue lo que causó esto?”
El sufrimiento no existe por sí solo; es algo que se causa, y si queremos entender por qué Dios permite que haya sufrimiento en el mundo, debemos comenzar por entender la causa detrás del efecto.
Miles de años atrás, en un idílico jardín, una pareja de esposos tenía una vida pacífica y perfecta. Tenían comida, seguridad y una relación cercana con su Creador. Vivían en un mundo hermoso y libre de sufrimiento.
Hasta que un día…
Hasta que un día lo arruinaron todo.
Probablemente ha escuchado esta historia antes: la historia de Adán y Eva en el jardín de Edén, que se relata en los primeros tres capítulos de la Biblia. Pero más que una simple historia, este poderoso relato ha sido preservado durante siglos para ayudarnos a responder las preguntas que hemos hecho en este Viaje.
Adán y Eva fueron creados para vivir en un jardín plantado por Dios mismo (literalmente el paraíso). Ese jardín estaba lleno de “todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer” (Génesis 2:9), y dentro de él no faltaba nada que fuera beneficioso. Sólo había una regla:
“Y mandó el Eterno Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17).
Un solo árbol. De la gran abundancia que había en el jardín, Dios le prohibió al recién creado hombre un solo árbol, dándole libre acceso a todo lo demás. Pero ese único árbol al parecer era demasiado tentador. Una astuta serpiente —que luego se describe como Satanás el diablo (Apocalipsis 12:9)— convenció a Eva de comer del fruto, prometiéndole: “No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:4-5). Eva creyó la mentira de la serpiente, comió del árbol seguida por Adán, y con ello cambió para siempre la historia de la humanidad.
Comer del fruto prohibido representaba una decisión: al desobedecer a Dios, Adán y Eva se atribuyeron la capacidad de definir el bien y el mal por ellos mismos y, si conoce el resto de la historia, sabrá que todo fue de mal en peor desde entonces.
La pareja fue desterrada del jardín (el paraíso) y se vio enfrentada a un mundo mucho más hostil. Sin la bendición de Dios, la tierra no produciría su fruto tan fácilmente (Génesis 3:17) y habría espinos y cardos contra los cuales luchar (v. 18). Dar a luz se convertiría en un doloroso suplicio y sin la guía de los estándares de Dios, el matrimonio sería una guerra de voluntades (v. 16). Finalmente, Adán y Eva morirían y regresarían al polvo del cual habían sido formados (v. 19).
Y eso fue exactamente lo que sucedió. Adán y Eva murieron, aunque no antes de que su hijo mayor asesinara al menor por envidia y odio (Génesis 4:8). Luego, las generaciones pasaron y pasaron mientras las cosas siguieron empeorando, hasta que “la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y… todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5).
Con esa maldad, inevitablemente vino el sufrimiento. La humanidad se corrompió tanto que “estaba la tierra llena de violencia… y he aquí que estaba corrompida; porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra” (Génesis 6:11-12). En pocas generaciones, el mundo pasó de ser un paraíso de paz a ser un lugar lleno de sufrimiento y violencia. ¿Cuál fue la causa?
El ser humano.
El ser humano es la causa del sufrimiento.
El sufrimiento es un efecto. No ocurre sin una causa, y la mayoría del tiempo, la causa somos nosotros. Adán y Eva comenzaron la avalancha cuando desobedecieron a Dios, y la humanidad entera ha seguido sus pasos desde entonces. Los primeros humanos decidieron que sabían más que Dios y, muy a menudo, nosotros también hacemos lo mismo. El deseo de comer del fruto prohibido —de definir y redefinir lo que está bien y lo que está mal— en realidad nunca ha desaparecido.
Siempre es tentador decidir que sabemos más que Dios —decidir por nosotros mismos lo que más nos conviene y cómo obtenerlo. Pero cuando lo hacemos, somos nosotros mismos quienes sufrimos. Sufrimos porque no sabemos lo que más nos conviene ni cómo obtenerlo. No por nada la Biblia nos advierte: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12). Y esto es tan cierto hoy como lo fue en el momento que se escribió.
El apóstol Santiago nos explica: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Santiago 4:1-3).
El sufrimiento llega cuando nosotros, o quienes nos rodean, buscamos el mal, ya sea a sabiendas o no. Eso es justamente lo que Dios quiere evitarnos, aunque muy a menudo nosotros no queremos escuchar.
Ahora, todo esto nos lleva a otra importante pregunta: si la causa del sufrimiento es la maldad del ser humano, ¿cómo saber qué es la maldad exactamente?