¿Qué es la maldad exactamente? ¿Puede describirla? ¿Definirla? ¿Trazar sus límites e identificar dónde comienza y dónde termina?
Vaya desafío, ¿no? Pero si nuestro tema es acabar con la maldad, necesitamos una definición con que trabajar. No es suficiente decir “reconozco la maldad cuando la veo”; eso es demasiado vago y confuso. Si hoy en día le preguntáramos a cien personas diferentes qué es la maldad, ¿cree que las cien estarían de acuerdo? Probablemente no. Y si afirmamos que un Dios bueno y todopoderoso está obligado a eliminar el mal, ¿cuál definición de maldad debería utilizar? ¿La mía? ¿La suya? ¿La de un extraño al otro lado del mundo? ¿Qué hace a una definición mejor que las demás?
Lo que necesitamos es un estándar para definir la maldad, y un estándar que esté basado en algo más sólido que sentimientos y opiniones.
Ahora, suponga por un minuto que usted tuviera la capacidad de ver el panorama completo —ver todas las decisiones de todos los seres humanos en el mundo y el impacto que éstas tienen a su alrededor. Ahora vaya un paso más allá e imagine que pudiera saber lo que cada quien estaba pensando y sintiendo cuando tomó cada una de esas decisiones.
Sólo imagínelo: conocer cada detalle de cada decisión que se ha tomado en la historia y saber cuál fue su resultado a corto y largo plazo. ¿Qué cree que descubriría?
Una pregunta difícil. La mente humana no está diseñada para asimilar este tipo de procesos a tan gran escala. Pero, suponiendo que pudiera hacerlo, lo más probable es que empezaría a notar ciertos patrones. Notaría que algunas decisiones producen buenos resultados, por ejemplo, mientras otras son evidentes errores. Notaría que algunas decisiones parecen ser buenas al principio, pero con el tiempo demuestran ser desastrosas. Notaría que algunas decisiones dañan a quien las toma, y otras a las personas de su alrededor. Y vería que los efectos de algunas decisiones duran sólo unos momentos, mientras que los efectos de otras duran por generaciones.
Luego de un tiempo, probablemente también empezaría a descubrir ciertas similitudes —características comunes a todas las buenas decisiones, o tendencias que se repiten en las malas. Y, si fuera muy intuitivo, podría incluso establecer una serie de reglas que ayudarían a la gente a tomar decisiones buenas y alejarse de las malas —reglas que minimizarían el sufrimiento y producirían siempre buenos resultados.
Si usted pudiera hacer todo eso, lo que finalmente obtendría sería un conjunto de instrucciones muy parecidas a las que ahora encontramos en la Biblia.
Casi al final de su vida, tras cuarenta años de guiar al pueblo de Dios por el desierto, Moisés le recordó a Israel los Diez Mandamientos por última vez y les advirtió: “Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal; porque yo te mando hoy que ames al Eterno tu Dios, que andes en sus caminos, y guardes sus mandamientos, sus estatutos y sus decretos, para que vivas y seas multiplicado, y el Eterno tu Dios te bendiga en la tierra a la cual entras para tomar posesión de ella” (Deuteronomio 30:15-16).
Ésa es la clave de todo. En su resumen de los mandamientos, Moisés, por inspiración, describió la decisión de obedecer o desobedecer a Dios como una elección entre “la vida y el bien, [y] la muerte y el mal”. Más adelante, también exhortó a Israel diciendo: “escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando al Eterno tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días” (Deuteronomio 30:19-20).
La vida y la muerte. El bien y el mal. Hace unos momentos nos imaginábamos cómo sería conocer por adelantado los resultados de todas las decisiones de los seres humanos. Pues bien, Dios los conoce; como Creador omnisciente de la raza humana, Dios sabe qué decisiones pueden llevarnos a una vida plena y satisfactoria, y qué decisiones sólo nos arruinan, lastiman y nos dejan vacíos. A esas malas decisiones, la Biblia las llama “pecado”.
Las leyes establecidas por Dios no son para nada arbitrarias. Como dice Pablo: “yo no conocí el pecado sino por la ley… la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Romanos 7:7, 12). La ley de Dios define el pecado; define todas las decisiones que Dios sabe que son autodestructivas y lastiman a los demás, en otras palabras, define la línea entre el bien y el mal.
Muchas personas piensan que el sacrificio de Jesús “abolió” la ley de Dios, pero ¿tiene eso sentido? Eso implicaría que Dios quitó las cercas que nos protegen de tomar malas decisiones. ¿Por qué haría Dios algo así, especialmente tomando en cuenta que Él mismo estableció esos límites?
Cada vez que desobedecemos la ley de Dios, nos estamos lastimando a nosotros mismos y a quienes nos rodean. Por eso Cristo dijo enfáticamente: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:17-18).
No podemos definir la maldad según opiniones humanas o por mayoría de votos. Ninguno de nosotros tiene la perspectiva o el entendimiento necesarios para definir la línea entre el bien y el mal. Solamente Dios tiene la sabiduría para hacerlo y lo hace a través de la Biblia, mostrándonos qué decisiones nos causarán dolor y sufrimiento. A esas decisiones, otra vez, Dios las llama pecado (Ezequiel 18:30-32).
Cuando obedecemos la ley de Dios, ésta se convierte en una cerca protectora entre el pecado y nosotros, “pues el pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4). Pero cuando traspasamos los límites establecidos en la Biblia (pecamos), lo que hacemos es introducir más maldad al mundo. Es simplemente un hecho: el sufrimiento existe porque la gente hace cosas malas, conscientemente o no.
Sabiendo todo esto, finalmente podemos empezar a responder la pregunta que ha motivado este Viaje desde un principio:
¿Por qué permite Dios la maldad?