Los judíos habían esperado al Mesías durante miles de años. Sabían bien lo que decían las Escrituras: que Dios enviaría a un libertador para “[herir] la tierra” y “[matar] al impío” (Isaías 11:4), además de “[publicar] libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel” (Isaías 61:1). Por lo tanto, estaban seguros de que el Mesías liberaría a su pueblo del dominio romano y lo conduciría hacia una época dorada de paz y prosperidad, gobernando a las naciones “con vara de hierro” (Salmos 2:9) y moliendo a los enemigos de Israel como a paja (Isaías 41:15-16).
Pero los judíos del primer siglo estaban equivocados. El Mesías no venía a derrotar a los romanos.
Venía a morir.
De hecho, como vimos en el Viaje 3, la totalidad del plan de Dios dependía de su sacrificio y fue planificado así “desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8).
Hoy en día, casi dos mil años después, podemos comprender lo que los judíos no comprendieron: que el Mesías vendría a la Tierra dos veces, y sólo en su segunda venida (representada en la Fiesta de Trompetas) vendría como un Rey conquistador (Apocalipsis 19:11-16; Isaías 11:4). La primera vez, Jesucristo estaba destinado a ser “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).
Incluso para sus discípulos fue difícil aceptar este hecho. Cuando Cristo les anunció que debía “ser muerto, y resucitar al tercer día” (Mateo 16:21), uno de ellos le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (v. 22). Y aún después de que todo sucediera —después de la crucifixión y resurrección de Jesucristo— los discípulos seguían pensando que la grandeza de Israel sería renovada. “Señor”, le preguntaron, “¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6).
Habían perdido el enfoque. Jesús no había venido a la Tierra para establecer el Reino aún. Pero sí había venido para establecer algo:
La Iglesia de Dios.
Durante su tiempo en la Tierra, Cristo les prometió a sus discípulos: “edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Y luego de ser resucitado, les pidió: “que daos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:49), porque “recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8, énfasis añadido).
Cristo no esperaba que sus discípulos se quedaran de brazos cruzados. Su sacrificio había puesto el plan de Dios en marcha y ahora había trabajo que hacer. La puerta hacia la salvación se había abierto y el Reino de Dios venía en camino. Era tiempo de que el mundo lo supiera y Jesús les dio a sus discípulos una importante misión:
“Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:19-20).
La misión tenía dos partes: predicar el evangelio del Reino (Mateo 24:14) y alimentar a la Iglesia establecida por Cristo (Juan 21:15-17). Ambas eran interdependientes, porque a medida que el evangelio se predicara, la Iglesia iría creciendo; y cuando la Iglesia creciera, sería más fácil difundir la verdad de Dios.
Hoy en día, aproximadamente dos mil años despúes, todavía hay trabajo por hacer. El evangelio aún debe predicarse y la Iglesia debe ser alimentada. La misión que Jesús les dio a sus primeros discípulos se extendería mucho más allá de sus vidas y Cristo lo sabía muy bien cuando dijo “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:20-21).
Incluso estando a punto de morir, el enfoque de Cristo eran los discípulos que estaba dejando atrás. Le pidió al Padre que le diera a la Iglesia del primer siglo la fuerza y visión para hacer el trabajo que les había encomendado y, además, oró fervientemente por aquellos que vendrían después —aquellos que algún día escucharían y responderían al mensaje del Reino (Hechos 2:39).
En otras palabras, oró por usted.
En los tres Viajes pasados, usted ha estado aprendiendo acerca de la Palabra de Dios. Ha descubierto quién es Él, por qué existe la maldad y qué hará Dios al respecto. ¿Qué viene ahora?
Ahora usted debe tomar una decisión.
Ya tiene una idea general de cómo funciona el plan de Dios. Pero cuál será su lugar en ese plan depende de lo que usted haga ahora.
El conocimiento, después de todo, es sólo eso, conocimiento. No hace nada ni cambia nada; simplemente existe. Lo que realmente hace la diferencia es lo que usted decida hacer con él.
El camino fácil es simplemente ignorarlo —ponerlo en un archivador mental y dejar que se convierta en sólo datos interesantes.
Pero este Viaje no es para eso. Este Viaje es para quienes entienden que no basta con saber de Dios, saber por qué permite la maldad y saber cuál es su plan para la humanidad. Este Viaje es para quienes quieren hacer algo al respecto.
Esperamos que esa persona sea usted.
Sin embargo, antes de empezar a hablar del trabajo por hacer, debemos dar un paso atrás y comprender lo que ya se ha hecho. Cada uno de nosotros es como un hilo en un gran tejido que lleva miles de años tejiéndose. Por lo tanto, antes de poder entender dónde encajamos y por qué, es vital comprender qué hilos vinieron antes de nosotros.
A medida que avanzamos en este Viaje, descubriremos cuál es el asombroso poder que ha conectado al pueblo de Dios a través de las edades. Luego hablaremos acerca de qué es la Iglesia de Dios, por qué Dios quiere que usted sea parte de ella y qué implica eso para su vida personal.
Los judíos del primer siglo no se equivocaron al esperar a un Mesías conquistador. La Biblia dice claramente que ese Mesías vendrá. Jesucristo regresará a la Tierra “con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios” (1 Tesalonicenses 4:16), y establecerá un Reino que “no será jamás destruido” (Daniel 2:44).
Pero todo eso ocurrirá en el futuro. No ha sucedido aún. Puede que suceda pronto, pero también existe la posibilidad de que tome algún tiempo. Y no hay problema, porque, en el entretanto, Cristo le ha dado a su Iglesia un trabajo que hacer.
¿Está listo para poner manos a la obra?