Viaje 4 El Pueblo de Dios

Día 2: Conectados a Través de la Historia

“Poder desde lo alto”.

Eso fue lo que Cristo les prometió a sus discípulos después de resucitar: “quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:49), les dijo.

Así que ellos esperaron. Se quedaron en Jerusalén, “[perseverando] unánimes en oración y ruego” (Hechos 1:14) y adorando a Dios junto a unos 120 hermanos (v. 15) mientras esperaban que Cristo cumpliera su promesa.

Y, en la Fiesta de Pentecostés del año 31 d.C., eso fue justo lo que sucedió.


El relato bíblico dice:

“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4).

Como podrá imaginarse, tal estruendo del viento y el ruido de tantas voces hablando en otras lenguas atrajo la atención:

“Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?... Y estaban todos atónitos y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto?” (vv. 5-8, 12).

Pedro les explicó rápidamente que una profecía se estaba cumpliendo frente a sus ojos (v. 16): Dios le estaba dando a su pueblo su Espíritu Santo —su “poder desde lo alto”— y el estruendo del viento, las lenguas de fuego y el don de lenguas eran para que todos vieran que Jesús realmente había sido el Mesías profetizado, el Hijo de Dios.

“A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís… Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (vv. 32-33, 36).

El efecto fue inmediato: miles de los oyentes de Pedro “se compungieron de corazón” (v. 37), preguntándose qué debían hacer con el conocimiento que acababan de recibir. Pedro entonces les dijo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (vv. 38-39).

Como resultado, cerca de tres mil personas hicieron justo eso (v. 41). Se arrepintieron, se bautizaron y recibieron el don del Espíritu Santo —el poder y la esencia del Todopoderoso Dios. Así, lo que comenzó con sólo 120 discípulos esperando en Jerusalén (Hechos 1:4, 15), pasó a ser una congregación de más de tres mil personas en un solo día (Hechos 2:41). “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47).

Pero Dios sólo estaba comenzando.


El libro de los Hechos es un asiento en primera fila para ver lo que sucedió durante los primeros años de la Iglesia. A medida que la historia avanza, vemos que el enfoque de los fieles siempre fue la misión que Cristo les había encomendado —predicar el evangelio y cuidar de los miembros— y es precisamente a eso a lo que la Iglesia se ha dedicado desde entonces, aunque las cosas no siempre han sido fáciles (de hecho, raramente han sido fáciles).

A medida que la Iglesia crece, también adquiere enemigos, quienes o se rehúsan a creer en el evangelio o se sienten amenazados por él. Los primeros discípulos judíos, por ejemplo, fueron perseguidos por el gobierno local y sus propios compatriotas. Y el libro de Hechos nos habla acerca de muchos creyentes que fueron encarcelados, azotados con varas y látigos, expulsados de ciudades y, sí, incluso asesinados.

Pero a pesar de todo, el evangelio se sigue difundiendo. Y difundiendo. Y difundiendo. Y a medida que lo hace, comenzamos a ver un patrón: dondequiera que el evangelio llega, hay quienes lo creen, quienes se arrepienten de sus pecados, se bautizan en el nombre de Jesucristo y reciben el don del Espíritu Santo.

En muchos sentidos, podríamos decir que el Espíritu Santo es en realidad el tema central del libro de los Hechos. Personajes importantes como Pedro y Pablo van y vienen, nuevos creyentes aparecen en nuevos lugares y algunos pierden la vida a causa de su dedicación a la fe, pero el Espíritu Santo siempre es constante.

¿Por qué?


El Espíritu Santo estuvo ahí cuando los samaritanos fueron bautizados (Hechos 8:14-17). Estuvo ahí cuando los discípulos fueron juzgados por el Sanedrín (Hechos 4:8). Estuvo ahí cuando le pidieron a Dios valentía (vv. 29-31), cuando Esteban se enfrentó a una multitud furiosa (Hechos 7:55), cuando Felipe corrió tan rápido como un carruaje (Hechos 8:29), cuando la Iglesia del primer siglo descubrió que la salvación estaba disponible para todos y no sólo los judíos (Hechos 11:15-18), cuando Pablo se opuso a un mago (Hechos 13:8-11) y cuando Pablo bautizó a los creyentes en Éfeso (Hechos 19:6).

El libro de los Hechos demuestra claramente que los primeros miembros de la Iglesia fueron guiados y fortalecidos por el Espíritu de Dios. Y también demuestra que el Espíritu no es otro miembro de la familia divina, sino su poder. Una y otra vez, el Nuevo Testamento nos relata cómo el Espíritu le dio a la Iglesia fuerza, sabiduría y habilidad para hacer cosas asombrosas y aferrarse a la verdad aún bajo persecución.

Entonces, Hechos no sólo se trata de los primeros creyentes, sino también del increíble Espíritu que les permitió hacer todo lo que hicieron —ese mismo Espíritu al que nosotros tenemos acceso hoy. Ese Espíritu que hizo todas las maravillas sobre las que leemos en Hechos y ése que Dios utilizó para darle forma a la Tierra en el principio de la creación (Genesis 1:2). Ése es el Espíritu que el Padre nos da ahora, cuando nos arrepentimos y nos bautizamos.

¿Cuál es la lección de todo esto? Que la Iglesia de Dios no es sólo un grupo de extraños que por coincidencia creen lo mismo. La Iglesia es un cuerpo compuesto por discípulos llamados y escogidos de Dios que están conectados a través de las épocas por el Espíritu que fue dado en el año 31 d.C. durante el Día de Pentecostés.

Y Dios quiere que usted sea parte de ese cuerpo.

Lectura complementaria

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