Los cristianos no son perfectos.
Seguramente esto no es una sorpresa (especialmente para los cristianos), pero es bueno enfatizarlo: no lo somos.
Nunca lo hemos sido.
Ser cristiano es creer en un Dios perfecto que nos da reglas perfectas para vivir, pero todo mientras sabemos que estamos muy lejos de alcanzar la perfección.
No siempre hacemos lo correcto.
Tenemos debilidades.
Y cometemos errores.
Sabemos el tipo de personas que queremos ser, y sabemos —mejor que nadie— cuán abismalmente estamos lejos de ser esas personas. Incluso el apóstol Pablo escribió una vez: “lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7:15).
Seguir a Dios implica mirarnos al espejo y aceptar tres cosas: lo que somos, lo que Dios quiere que seamos, y la gran brecha que hay entre ambos.
No es fácil. El cristianismo no es fácil. No hay nada de fácil en mirarnos a nosotros mismos con honestidad; y no hay nada de fácil en tratar de vencer las fallas de nuestro carácter para desarrollar lo que Dios quiere ver en nosotros. Pero es importante. De hecho, es la razón por la que estamos aquí: adquirir el carácter de Dios y llegar a ser parte de su familia.
Sin ayuda, la tarea es abrumadora e imposible. Pero como aprendimos ayer, el Espíritu de Dios nos permite hacer lo imposible; es una poderosa herramienta que Dios nos da para luchar contra nuestras fallas y parecernos más a Él. Y no es la única herramienta disponible.
Hace mucho tiempo, el sabio rey Salomón escribió en Eclesiastés 4:9-12:
Mejores son dos que uno;
porque tienen mejor paga de su trabajo.
Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero;
pero ¡ay del solo! que cuando cayere,
no habrá segundo que lo levante.
También si dos durmieren juntos, se calentarán mutuamente;
mas ¿cómo se calentará uno solo?
Y si alguno prevaleciere contra uno, dos le resistirán;
y cordón de tres dobleces no se rompe pronto.
Cuando unimos fuerzas con quienes creen lo mismo que nosotros y van hacia donde vamos, todos nos beneficiamos. Podemos soñar más en grande, trabajar más duro y escalar más alto de lo que cualquiera podría solo.
Y probablemente lo más importante es que podemos crecer.
El Antiguo Testamento relata la ocasión en que el profeta Elías huyó de la malvada reina Jezabel cuando ella intentaba matarlo por haber expuesto a sus sacerdotes paganos, seguidores de Baal, como los fraudes que eran.
Elías comprensiblemente sintió miedo y se fue a esconder en una cueva. Pero Dios le habló y le preguntó: “¿Qué haces aquí, Elías?” (1 Reyes 19:13).
“El respondió: He sentido un vivo celo por el Eterno Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (v. 14).
No siempre es fácil seguir a Dios, y sin duda es mucho más difícil hacerlo solo. Pero Elías estaba equivocado. Sí, había sido celoso; y sí, el pueblo de Israel se había olvidado de Dios para adorar a un dios falso llamado Baal. Sin embargo, Elías no era el único hombre temeroso de Dios que quedaba. Dios le dijo: “yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron” (v. 18).
¿Qué habrá sentido Elías cuando escuchó estas palabras? ¿Cuando descubrió que no era el último siervo de Dios, sino uno entre miles?
¿Alivio? ¿Paz mental? ¿Emoción? Sea lo que fuere, Elías no estaba solo y usted tampoco lo está.
La Iglesia es una comunidad, un cuerpo compuesto de gente imperfecta que se esfuerza por alcanzar la perfección. ¿Cuál es su objetivo? Llegar a “la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Y también, que “crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (vv. 15-16).
El unirse en comunidad, le da a cada miembro de la Iglesia la oportunidad (y el privilegio) de contribuir a ese crecimiento. Todos llegamos con nuestras propias debilidades y problemas, cierto; pero cada uno también puede aportar sus fortalezas, talentos y experiencias únicas.
Como Salomón dijera hace todos esos años, es mejor estar juntos. Juntos tenemos mejor recompensa de nuestro trabajo, tenemos apoyo cuando tropezamos, calor cuando hace frío y fuerza cuando somos débiles. La Iglesia nos ayuda a crecer.
Ahora, tal vez se estará preguntando:
“¿Pero por qué yo?”
Si hay más de seite mil millones de personas en el mundo —siete mil millones— ¿por qué Dios lo quiere específicamente a usted en su Iglesia?
Buena pregunta. Mañana nos dedicaremos a encontrar la respuesta.