Viaje 4 El Pueblo de Dios

Día 6: Extranjeros y Advenedizos

Durante casi dos mil años, la Iglesia de Dios ha estado orando por la venida del Reino.

Y durante casi dos mil años, la respuesta ha sido: “aún no”.

Cuando Cristo resucitó, sus discípulos le preguntaron: “¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). Y Pablo, en su carta a los tesalonicenses, habló de “nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor” (1 Tesalonicenses 4:15).

Desde el inicio de la Iglesia hasta hoy, el regreso de Jesucristo siempre ha parecido estar a la vuelta de la esquina. ¡Y no es de extrañarse! Fue Cristo mismo quien nos enseñó a orar: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10), y luego nos dijo: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo” (Apocalipsis 22:12).

Jesús además describió el estado en que el mundo se encontraría antes de su regreso como un tiempo de “guerras y rumores de guerras”, “pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares”, y en el que, “por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:6, 7, 12).

Cada generación de la Iglesia ha tenido buenos motivos para pensar que la situación de la humanidad no podría empeorar. Desde las revueltas judías del año 66 d.C., hasta la peste bubónica y las inquisiciones de los Años Oscuros, y luego los más recientes ejemplos de la Segunda Guerra Mundial, la Crisis de los Misiles en Cuba y la continua turbulencia en Medio Oriente, siempre ha habido razones para creer que Jesucristo está a punto de volver.

Lo mismo sucede hoy: podemos echar un vistazo al escenario mundial y estar seguros de lo mismo. Guerras y rumores de guerras. Terrorismo surgiendo continuamente. Países enteros, incluyendo los Estados Unidos, parecen estar al borde del colapso económico y social. Y fuertes indicios de que Dios está preparando todo para que una serie de grandes eventos proféticos comience a suceder.

Pero también es posible que aún no hayamos llegado a ese punto. Tal vez el fin está más lejos de lo que parece, y ése es precisamente el problema: no lo sabemos. No podemos saberlo. Jesucristo describió cómo sería el mundo en el tiempo del fin, advirtiéndonos: “cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas” (Mateo 24:33). Pero al mismo tiempo, también explicó que “el día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre” (v. 36).

El Reino de Dios vendrá. Eso es una promesa. Está más cerca ahora que nunca, pero cuando se trata de nuestra vida diaria, el cuándo del regreso de Cristo es irrelevante. Lo importante —lo que realmente hace la diferencia— es lo que hacemos en el entretanto.


Mucho antes de que la Iglesia se fundara, Dios trabajó de cerca con unos pocos elegidos en el Antiguo Testamento. Y cuando leemos las historias de gente como Abraham, Moisés, Noé, José y David, es claro que ellos comprendían al menos algunos aspectos del plan de Dios. En el Nuevo Testamento leemos:

“Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (Hebreos 11:13-16).

Hay muchas lecciones condensadas en estos versículos. El autor de Hebreos estaba hablando de hombres y mujeres que tenían entendimiento acerca del futuro Reino de Dios, y que se aferraron a ese entendimiento con todo. Se consideraron a sí mismos extranjeros y advenedizos; viajeros que pasaron por esta vida para alcanzar algo mejor, porque para ellos, la promesa del Reino era más real que el mundo en que vivían. Ésa era su meta, su propósito, su razón para levantarse cada mañana. Era algo tan real que casi podían tocarlo, y eso es precisamente lo que harán cuando Dios los resucite en el futuro.

Estos hombres y mujeres —estos visionarios y héroes de la fe— son nuestros ejemplos. Ellos pavimentaron el camino con su determinación y dedicación, y nos animan a seguirlos: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1).

La meta, el Reino, está adelante. ¿Puede verlo? ¿Puede imaginarlo?

Si no puede, ¿le gustaría hacerlo?


En el Viaje 3, aprendimos que las últimas cuatro fiestas santas (Trompetas, Expiación, Tabernáculos y el Último Gran Día) ilustran el regreso de Jesucristo a la Tierra y los eventos siguientes. Cristo reinará como Rey de Reyes, Satanás será atado, la humanidad tendrá mil años de paz y todos los seres humanos recibirán la oportunidad de entrar en la familia de Dios. Y, al final de todo, Dios establecerá la Nueva Jerusalén en la Tierra.

El apóstol Juan tuvo una visión de esa Nueva Jerusalén y la registró en el libro de Apocalipsis. Su diseño es absolutamente impresionante: calles de oro puro, paredes adornadas con piedras preciosas, puertas hechas de perlas y un río tan claro como el cristal fluyendo desde el trono de Dios (Apocalipsis 21:19, 21; 22:1). La gloria del Padre y Jesucristo brillarán más que el sol y la luna, las puertas de la ciudad estarán siempre abiertas y el árbol de la vida crecerá ahí (Apocalipsis 21:23, 25; 22:2).

Pero todo esto no es lo más maravilloso. Lo más maravilloso son las palabras que Juan escuchó mientras la Nueva Jerusalén descendía del cielo: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:3-4).

La descripción de Juan nos muestra un destello de esa “patria celestial” que los hombres y mujeres de Hebreos 11 esperaban —y no sólo esperaban, sino que corrían hacia ella. Una ciudad donde no hay muerte, donde no hay dolor, ni tristeza ni llanto —donde el Dios Creador morará con su creación y personalmente limpiará todas sus lágrimas para siempre.

¿Puede verla ahora?


El Reino de Dios es el objetivo. Es la meta hacia la cual el pueblo de Dios ha marchado durante milenios. Podrían haber tirado la toalla, haberse dado por vencidos y enfocarse en las cosas de esta vida.

Pero no lo hicieron. En cambio, comprendieron la verdad: que este mundo, esta vida que nos parece tan real, tan permanente, es temporal. Pasajera. Lo que realmente importa está adelante, así que la Iglesia siguió marchando, sin importar el costo. Y, para muchos, sí que hubo un costo:

“…fueron atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra” (Hebreos 11:35-38).

Un panorama lúgubre sin duda. Azotes. Prisiones. Muertes. No son cosas en las que nos gusta pensar —mucho menos imaginar que podrían pasarnos. Y esperemos que no nos pasen.

Pero, inevitablemente, sí pasaremos por pruebas. En algún momento u otro tendremos que elegir entre obedecer a Dios o ceder —tal vez en el trabajo, en la privacidad de nuestro hogar o con algún ser querido. Y, cuando enfrentemos esa situación, de cualquier forma que se presente, nuestro trabajo será recordar quiénes somos y hacia dónde vamos. Somos extranjeros y advenedizos que vamos en camino al Reino de Dios, tal como aquellos que vinieron antes de nosotros.

“Y todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Hebreos 11:39-40).

“Aparte de nosotros”. Detengámonos un momento ahí. Estos hombres y mujeres aún están en sus tumbas, esperando una “mejor resurrección” como hijos e hijas de Dios, porque Dios no ha terminado de llamar a personas para que corran la carrera.

Personas como… usted.

Esta etapa del plan de Dios llegará a su fin, pero no todavía. Dios aún está llamando y trabajando con sus futuros hijos en esta vida y quiere que usted sea uno de ellos.

El camino está enfrente; la meta, adelante; el premio, esperando.

¿Correrá?

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