Viaje El fruto del Espíritu

Amor: Establecer el fundamento

Por nosotros mismos, los seres humanos no sabemos amar.

Sé que es fácil sentirse sorprendido ante un comentario así. ¿Que no sabemos amar? Es como decir que no sabemos respirar, o parpadear. Por supuesto que sabemos amar. ¿Qué hay del amor de una madre por sus hijos? ¿O el amor de un esposo por su esposa? ¿O el amor de un soldado por su país? Todo a nuestro alrededor demuestra que el amor es una de las emociones humanas más fundamentales.

Excepto que… no es así.

En realidad, el amor que el Espíritu produce es más que una emoción, y lo que es más importante, no es humano. Esta clase de amor es una acción, y es divino.

“Amados”, escribe el apóstol Juan, “amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 Juan 4:7-8, énfasis añadido).

Antes de que el primer hombre respirara por primera vez —antes de que la primera estrella titilara en la oscura extensión del firmamento— ahí estaba Dios, y Dios era amor.

“Nosotros le amamos a él”, continúa Juan, “porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).


En español, la palabra amor tiene muchas acepciones. Podemos amar a nuestra patria lo suficiente como para morir por ella… y también amar las hamburguesas. Claramente, estamos hablando de dos sentimientos diferentes, pero usamos la misma palabra para describirlos.

Los griegos de hecho tenían palabras diferentes para describir distintos matices de lo que nosotros agrupamos en la palabra “amor”. El término específico que Pablo y Juan usaron en los versículos que acabamos de leer no es tan flexible como la palabra “amor” en español. Juan dijo que “Todo aquel que ama, es nacido de Dios”, pero claramente, el “amor” que podemos tener por las hamburguesas no nos hace hijos de Dios de ninguna manera. Nuestra palabra en español sencillamente no le hace justicia al concepto, así que busquemos una definición más clara en la Biblia.

El término griego que Pablo y Juan usaron para describir el amor de Dios es agape. Si bien esta palabra no es muy común en otros escritos griegos antiguos, aparece más de 100 veces en el Nuevo Testamento. Y cuando analizamos los versículos junto con su contexto, podemos obtener una mejor definición de lo que significa el agape bíblico, y una idea de porqué es parte del fruto del Espíritu.


Al acercarse al final de su vida humana, Cristo les dijo a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:9-10).

Si guardareis mis mandamientos. Permanecer en el amor de Dios depende de si realmente estamos haciendo lo que Él nos pide.

Pablo explica: “el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8-10).

Algunas personas piensan que Pablo estaba remplazando la ley de Dios con el amor, pero la verdad es completamente opuesta. La ley de Dios nos ayuda a definir lo que es amor y lo que no es. Si usted ama a su prójimo, no tendrá una aventura con el cónyuge de su prójimo. No matará a su prójimo. No le robará a su prójimo, y no codiciará las cosas de su prójimo.

Si usted ama a su prójimo, no le hará ninguna de las cosas que la ley de Dios prohíbe, “así que el cumplimiento de la ley es el amor”.

Esto por sí mismo nos dice algo importante: el amor de Dios es mucho más que un sentimiento o una emoción, es una acción que Él nos ordena. Es una decisión que cada uno de nosotros puede tomar sin importar lo que sintamos.

Mostrar amor al prójimo significa buscar el bienestar de los demás por medio de nuestra obediencia a las leyes de Dios. Y, de la misma manera, “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos” (1 Juan 5:3).

Amar es estar del lado de Dios. Es desear lo que Él desea; valorar lo que Él valora; pensar como Él piensa. Y, por nosotros mismos, es algo que no sabemos hacer.


El amor de Dios no es natural. Es sobrenatural. Se opone completamente a nuestros instintos humanos, y sin el Espíritu de Dios en nuestra vida, no podemos desarrollarlo o comprenderlo verdaderamente.

Pablo dice en Romanos 5:7-8: “apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.

Siendo aún pecadores, cuando nuestras vidas estaban perdidas, cuando no teníamos nada valioso que ofrecer, el Hijo de Dios —el eterno e inmortal Hijo de Dios— se rebajó a un frágil cuerpo humano y murió una muerte horrible en un madero.

Por nosotros.

En nuestro lugar.

Así es como se manifiesta el amor en la práctica. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (vv. 10-11).

El amor de Dios nos transforma de sus enemigos a sus hijos. Nos da una razón para gozarnos cuando no lo merecemos, y nos abre la puerta a la reconciliación cuando jamás podríamos obtenerla por nuestra cuenta.

También es lo que distingue a los verdaderos cristianos. El verdadero amor que recibimos de Dios debería transformarnos de adentro hacia afuera. Jesús les dijo a sus discípulos: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34-35, énfasis añadido).

El amor de Dios es transformador, y tenemos acceso a él por medio del sacrificio de Jesucristo y el Espíritu de Dios. Mientras más haya en nosotros de ese amor, más podemos darlo a los demás y amarlos como Cristo nos ama.

El fruto del Espíritu comienza ahí, con el amor. Ese es el primer aspecto que Pablo menciona, y la base de todo lo que sigue. Mientras no comencemos a entender y reflejar el amor de Dios en nuestra vida —mientras no nos esforcemos por estar en contacto con la fuente de ese amor— el resto del fruto del Espíritu permanecerá fuera de nuestro alcance.

“Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Filipenses 2:1-4).


Esto es pedir bastante. Es más, en términos de nuestra naturaleza humana, es pedir lo imposible. ¿Unidad? ¿Humildad? ¿Altruismo? Estas cosas ya son difíciles a nivel personal, pero ¿pedirle a un grupo entero que funcione con una misma mente y un mismo amor?

Por nosotros mismos, simplemente no podemos hacerlo. Todos tendríamos motivaciones y principios diferentes. Pero ese es el meollo del fruto del Espíritu: con Dios, es posible. Cuando permitimos que el Espíritu de Dios nos guíe y nos dirija, esta es la clase de fruto imposible que comenzaremos a dar.

No será fácil. No siempre será intuitivo. Pero será posible. Poco a poco, desarrollaremos más y más del carácter de Dios en nuestra vida y se convertirá en parte de lo que somos.

El amor es la base de todo. A medida que comencemos a alinearnos con Dios, podremos desarrollar todos los aspectos del fruto del Espíritu que de otra manera estarían fuera de nuestro alcance. El gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la benignidad, la fe, la mansedumbre y la templanza, todos son alcanzables si comenzamos con el fundamento del verdadero amor de Dios.

Lectura complementaria

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