Viaje El fruto del Espíritu

Fe: Ver lo invisible

Hace mucho tiempo, había un hombre cuyo hijo estaba poseído por un demonio. Por años, el hombre observó con impotencia cómo a su hijo le daban convulsiones que lo hacían revolcarse por el suelo y echar espuma por la boca. Y para empeorar las cosas, el demonio a menudo “le [echaba] en el fuego y en el agua, para matarle” (Marcos 9:22).

El padre no podía hacer nada para detener la situación. Sólo podía ver lo que el demonio le hacía a su hijo, y luego tratar de curar sus heridas.

Una y otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

Un día, el padre escuchó hablar de un Hombre que hacía lo imposible: sacaba demonios, sanaba enfermos, e incluso resucitaba muertos.

Lo llamaban Jesús de Nazaret.

Entonces, el padre hizo lo que cualquier padre amoroso haría: llevó a su hijo a ver al hacedor de milagros, esperando que Jesús pudiera salvarlo de una vida de tormento. Pero los discípulos de Cristo no pudieron sanar al joven. Y cuando el niño se acercó a Jesús, el demonio le volvió a provocar un ataque que lo hizo convulsionar.

El padre había escuchado las historias de Jesús y quería creerlas. Quería que su hijo se sanara, y esa parecía ser su única oportunidad real. Pero junto con la esperanza, había duda.

¿Sería posible? ¿Tenía este Hombre la solución al problema que había aquejado a su familia durante años? ¿Podía ser así de fácil?

“Si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos” (v. 22), le suplicó el padre.

Si. La duda estaba ahí; los signos de interrogación en su cabeza se notaban. Jesucristo se dio cuenta de los conflictos internos del hombre y le dijo: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (v. 23).

Para el padre, sólo había una posible respuesta: “inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad” (v. 24).


En sólo unas cuantas palabras, este hombre resumió el aspecto más difícil y frustrante de la fe:

La fe no es binaria. No es blanco o negro. Tener un poco de fe no es suficiente para que todas nuestras dudas desaparezcan. Muchas veces, aún tendremos cientos o miles de preguntas que nos llenan de dudas e incertidumbre.

Pero eso no significa que no tengamos nada de fe. Sólo que, como el padre que le pidió ayuda a Cristo, necesitamos ayuda con nuestra incredulidad. Pablo mencionó la fe como uno de los aspectos del fruto de Espíritu, y esto implica que la fe crece con el tiempo. Implica que no comienza completa, sino pequeña.

Para nosotros, esto significa que habrá momentos en nuestra vida cuando nuestra fe no será tan fuerte como quisiéramos. Y está bien. Lo que no está bien es quedarnos conformes con una fe tambaleante. Si nuestra fe se estanca, nosotros nos estancamos. Dejamos de crecer como cristianos, porque “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).

Antes de que el padre llevara a su hijo ante Jesucristo, los discípulos de Jesús intentaron sacar al demonio sin éxito. No era el primer demonio con el que se encontraban. De hecho, Cristo ya les había dado la autoridad para sacar demonios y sanar enfermos (Mateo 10:1, 8). Pero, por alguna razón, no pudieron hacer nada con éste.

Para Jesús, sin embargo, el demonio no fue un problema: “reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó sano desde aquella hora” (Mateo 17:18). Luego sus discípulos le preguntaron en privado (y sin duda avergonzados): “¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?” (v. 19).

Jesús les respondió: “Jesús les dijo: Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible. Pero este género no sale sino con oración y ayuno” (vv. 20-21).

A los discípulos también les faltaba fe. Cristo les dijo que si su fe fuese del tamaño de un grano de mostaza, sería suficiente para mover montañas. Pero cuando llegó el momento de hacer que las montañas se movieran, su incredulidad les cerró el paso.

A diferencia del padre de la historia, los discípulos habían estado suficiente tiempo con Jesús como para ver milagro tras milagro con sus propios ojos. Pero, aun así, cuando tuvieron que poner su fe en práctica, se quedaron cortos. (Cristo también les dijo que esa clase de demonio no podía sacarse sino con oración y ayuno —indicando que necesitaban estar más cerca de Dios para lograrlo.)

Entonces, si eso somos nosotros —si nos identificamos con este nivel incompleto de fe— ¿cómo podemos mejorar? ¿Cómo resolvemos nuestras dudas e incrementamos nuestra fe?

Para responder esta pregunta, primero debemos comprender de dónde viene exactamente la fe .


Pablo les dijo a los romanos que “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). También les explicó que “Dios repartió a cada uno” una “medida de fe” según su voluntad (Romanos 12:3).

En otras palabras, la fe viene de Dios.

No de nosotros.

Esto puede sonar un poco extraño al principio. ¿Nuestra fe en Dios proviene de Dios mismo? Pero sí, así es como funciona. Pablo también les dijo a los efesios: “por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9, énfasis añadido).

Ninguno de nosotros puede generar su propia fe. Esa es una puerta que solo Dios abre. La habilidad misma de confiar en Dios proviene de Él. No podemos ganarnos la fe, pero sí podemos usarla; de hecho, debemos usarla si queremos agradar a Dios.

El apóstol Santiago preguntó: “¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” (Santiago 2:14). Para Santiago, la fe sin obras era tan inútil como esperar que las buenas obras ocurran por arte de magia (vv. 15-16). Reconocer una necesidad física y quedarse de brazos cruzados, no resuelve nada. El apóstol veía la fe como algo mayor: un impulso a la acción. Porque creemos, debemos hacer.

“Muéstrame tu fe sin tus obras”, continúa Santiago, “y yo te mostraré mi fe por mis obras. Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan. ¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?” (vv. 18-20, énfasis añadido).

Obviamente es importante creer en Dios, pero incluso los demonios saben que Dios existe. Eso no es suficiente. A menos de que nuestra fe esté acompañada de acciones, es una fe muerta. Si realmente confiamos en Dios, también debemos obedecerle. La fe es por el oír, dijo Pablo, y el oír por la Palabra de Dios, y esa Palabra (la Biblia) existe para mostrarnos el camino que debemos seguir.

Otra vez, no es que obedecer a Dios o hacer buenas obras pueda “ganarnos” la fe o la gracia. Jamás podríamos merecer estas cosas. Son regalos de Dios. “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley… ¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:28, 31, énfasis añadido).

Tener fe en Dios implica tener fe en que su “ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Romanos 7:12). Y si tenemos fe en su ley, debemos obedecerla.


El hecho de que nuestra fe provenga de Dios no significa que estemos exentos de responsabilidades. El tamaño de nuestra fe depende mucho de nuestras decisiones. Crecemos en fe cuando ponemos nuestra confianza en práctica —cuando aprendemos el camino de Dios y lo vivimos día tras día. Y a medida que nuestra fe crece y nuestras dudas se disipan, esa misma fe nos ayuda a enfocarnos en el futuro que Dios tiene planificado para nosotros. Si podemos confiar en la existencia de Dios y en que sus leyes existen para dirigirnos, también podemos confiar en todas sus promesas.

El autor de Hebreos describe la fe como “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Cuando tenemos una fe verdadera y firme en Dios, es como si las cosas invisibles se volvieran visibles. Llegamos a creer en Él y en sus promesas lo suficiente como para ver el futuro que esperamos como si estuviera aquí. Así de cierto es en nuestra mente.

El resto de Hebreos 11 nos habla de hombres y mujeres que hicieron exactamente eso, héroes de la fe que enfrentaron las pruebas y dificultades de la vida con valor, seguros en la convicción que Dios puede cumplir y cumplirá sus promesas. “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (v. 13).

Estos fueron hombres y mujeres “que por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección” (vv. 33-35).

Pero también fueron hombres y mujeres “atormentados, no aceptando el rescate, a fin de obtener mejor resurrección. Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra” (vv. 35-38).

Todos ellos murieron sin recibir la promesa que esperaban, y aún no la reciben.

¿Por qué?

“Aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (vv. 39-40).

Los héroes de Hebreos 11 murieron con la certeza absoluta de que Dios los levantaría de los muertos al futuro que tiene preparado para ellos. Pero, aunque así será, aún no lo ha hecho.

Por nosotros.

Dios nos está dando la oportunidad de ser parte de esa lista. Nos está dando la oportunidad de crecer en fe y vivir por ella. Cuando aprendamos a confiar en Él en las cosas grandes y pequeñas, nuestra vida será un reflejo de esa confianza.

Dios nos da fe a través de su Espíritu, y mientras más pongamos esa fe en práctica, más crecerá y se desarrollará el fruto del Espíritu en nosotros.


* Es importante mencionar que, si bien los síntomas del hijo eran similares a los de un ataque de epilepsia, la Biblia no está diciendo que cualquier ataque de este tipo es necesariamente causado por la posesión de un demonio. Solamente está diciendo que, en esta ocasión particular, estas convulsiones específi­cas se debían a la presencia de un demonio.

Lectura complementaria

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