Viaje El fruto del Espíritu

La buena tierra

Antes de que Pablo escribiera acerca del fruto del Espíritu —de hecho, antes de que se convirtiera al cristianismo— Cristo les contó a sus discípulos la historia de un sembrador que salió a sembrar. El sembrador esparció sus semillas en cuatro clases diferentes de tierra: una parte cayó al lado del camino, una parte en tierra rocosa, una parte entre espinos y una parte en buena tierra.

Cada clase de tierra proveyó un ambiente diferente para las semillas, y como consecuencia, tuvieron un ritmo diferente de crecimiento. Las semillas que cayeron junto al camino fueron devoradas por las aves antes de comenzar a crecer. Las que cayeron en las rocas crecieron casi de inmediato, pero sus raíces no pudieron crecer lo suficiente, así que cuando el sol salió se secaron y murieron tan rápido como habían crecido. Las que cayeron entre espinos lograron crecer, pero como estaban compitiendo con los espinos por nutrientes, su crecimiento se frenó y no pudieron producir fruto.

Las únicas semillas que tuvieron un final feliz fueron las que cayeron en buena tierra; esas “[dieron] fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno” (Mateo 13:8).


Durante diez días, hemos estado analizando el fruto del Espíritu —el resultado de que el Espíritu de Dios trabaje en nuestra vida, cambiando lo que pensamos y hacemos. Pero de lo que no hemos hablado mucho es del ambiente necesario para desarrollar ese fruto.

La parábola del sembrador nos enseña mucho acerca de ese ambiente, aunque requiere un poco de análisis de nuestra parte. Incluso los discípulos de Cristo estaban confundidos al principio y le preguntaron: “¿Qué significa esta parábola?” (Lucas 8:9).

La respuesta de Jesús es una guía que podemos seguir para darle al fruto del Espíritu un mejor ambiente de crecimiento en nuestra vida.


Cristo comenzó explicando el aspecto más importante de la historia: “Esta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios” (v. 11). Sin importar en qué clase de tierra caiga o cómo sea recibida,

la Palabra de Dios siempre es la misma. El mismo mensaje, las mismas promesas, los mismos mandamientos. Lo único que cambia es la forma en que la gente interactúa con ella.

Al hablar de la primera clase de tierra, Cristo explicó: “Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Este es el que fue sembrado junto al camino” (Mateo 13:19).

En esta historia, la ladera del camino era una senda muy transitada —una ruta de tierra por la que pasan tantos viajeros que parecía concreto. Las semillas que cayeron ahí nunca tuvieron una oportunidad. Satanás no tuvo problemas para arrebatarlas.

Cualquier aspecto de nuestra vida puede convertirse en tierra como esta si nos endurecernos al mensaje de Dios —si oponemos resistencia a sus instrucciones y mandamientos. Pero si queremos desarrollar el fruto del Espíritu, debemos asegurarnos de que la Palabra de Dios pueda echar raíz en nuestra tierra. Actitudes como el orgullo, la terquedad y el egocentrismo producen una tierra espiritual dura y compacta donde la Palabra de Dios no puede crecer.

La manera de sanear este tipo de tierra es trabajar con Dios para sacar las cosas que están obstaculizando el crecimiento de su Palabra en nuestra vida. Éste no es un proceso fácil ni cómodo, pero es esencial para el crecimiento: “Sembrad para vosotros en justicia, segad para vosotros en misericordia; haced para vosotros barbecho; porque es el tiempo de buscar al Eterno, hasta que venga y os enseñe justicia” (Oseas 10:12).


Mientras trabajamos la tierra dura e infértil que hay en nuestra vida, la parábola del sembrador nos recuerda otro obstáculo que nos espera bajo la superficie: “el que fue sembrado en pedregales, éste es el que oye la palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de la palabra, luego tropieza” (Mateo 13:20-21).

Existen muchas razones para recibir la Palabra de Dios con gozo. La Biblia está llena de versículos inspiradores y maravillosas promesas. Pero si esperamos que el llamamiento de Dios nos traiga sólo alegrías y buenos momentos, la realidad será un golpe duro. Jesucristo les advirtió a sus discípulos: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33, énfasis añadido).

Parte de ser cristianos es ser honestos con nosotros mismos acerca de la vida cristiana. Algunas de las piedras en nuestra tierra pueden ser ideas propias de cómo debería ser nuestra vida si obedecemos a Dios. Es cierto que Dios promete cuidar de nosotros, pero no nos promete una vida libre de dificultades. De hecho, nos promete justamente lo opuesto: buscar su Reino a veces significa hacer sacrificios y enfrentar duras pruebas.


El tercer y último peligro que Cristo menciona en esta parábola aparece después de que hemos trabajado nuestra tierra dura y hemos sacado las piedras: “El que fue sembrado entre espinos, éste es el que oye la palabra, pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa” (Mateo 13:22).

El solo hecho de creer en la Palabra de Dios no es suficiente. No basta con permitir que el Espíritu de Dios se desarrolle en nuestra vida y luego nos quedamos de brazos cruzados. Si no somos diligentes en cuidar de nuestra tierra —sacarle la maleza y protegerla de intrusos— la vida se interpondrá en el camino.

Cristo identificó los espinos como “el afán de este siglo y el engaño de las riquezas”. Preocuparnos por las cosas de este mundo o por tener riquezas no es necesariamente malo. Pero cuando dejamos que esas cosas se vuelvan igual de importantes que nuestro llamamiento espiritual, el resultado es una vida donde el fruto del Espíritu difícilmente crecerá. Cuando el Espíritu de Dios tiene competencia —cuando nuestro llamamiento deja de ser nuestro enfoque principal— no podemos alcanzar nuestro potencial. Somos como una planta ahogada por los espinos.


Al recordar los sacrificios que había hecho durante su vida —las pruebas que enfrentó y los placeres que rechazó— Pablo dijo: “cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él” (Filipenses 3:7-9).

Ésta es la actitud que debemos tener si queremos que el fruto del Espíritu se produzca en nuestra vida. Cristo concluyó su explicación de la parábola del sembrador diciendo: “Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia” (Lucas 8:15).

En esta parábola, la semilla es la Palabra de Dios, la tierra es nuestro corazón y el agua que hace a la semilla crecer es el Espíritu Santo. A lo largo de este viaje, hemos estudiado los aspectos del fruto del Espíritu —lo que significa tener amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Pero antes de que ese fruto pueda crecer, necesitamos regar la Palabra de Dios con el agua del Espíritu y darle un “corazón bueno y recto” donde pueda desarrollarse.

Ésa es la clase de tierra que producirá cosecha: “cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga” (Mateo 13:8-9).

Trabaje la tierra dura. Saque las piedras. Deshágase de los espinos.

Sea una buena tierra.

¿QUÉ SIGUE?

Continúe su estudio con " Viaje 1: Conociendo a Dios", disponible en el Centro de Aprendizaje de Vida, Esperanza y Verdad.

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