Viaje El fruto del Espíritu

Mansedumbre: El otro lado de la fuerza

¿Es la mansedumbre sinónimo de debilidad?

En su Evangelio, el apóstol Juan describe a Jesucristo diciendo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1-2, 14).

El Verbo, el ser divino que vino a la Tierra como Jesucristo, fue el encargado de crear el mundo en que vivimos, y no sólo nuestro mundo, sino el universo entero y todo lo que vemos en él. Cada estrella, cada planeta, cada átomo que existen en el tiempo y el espacio están ahí porque Él los hizo.

Aun así, cuando Jesús vino a la Tierra, dijo: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29-30).

Jesucristo, el Hijo de Dios, el invariable, inmortal, eterno, y todopoderoso Creador del universo, está muy, muy lejos de ser débil.

Pero es manso; y, si realmente estamos siendo guiados por el Espíritu de Dios, nosotros debemos ser mansos también.


La diferencia entre la mansedumbre y la debilidad es muy clara:

La debilidad es un estado. La mansedumbre una decisión.

Según el estudioso del Nuevo Testamento William Barclay, praotes, la palabra griega que Pablo usó, “es la palabra más intraducible”. Aristóteles la usó para describir el equilibrio entre “el enojo excesivo y la falta excesiva de enojo”. O, en otras palabras, la capacidad de expresar enojo siempre en el momento correcto y nunca en el incorrecto.

Un derivado de este término se utiliza para describir a animales domesticados que están bajo el mando de su amo —animales que son fuertes, pero al mismo tiempo están bajo control. HELPS Word-Studies describe praotes como “fuerza mansa”, o fuerza moderada por la mansedumbre. Imagínese sosteniendo un adorno de vidrio —no diría que lo hace con debilidad, sino con delicadeza. Usted podría romperlo si quiere, pero decide no hacerlo.

El anterior es uno de los aspectos de la mansedumbre. Otro aspecto es la disposición para soportar injusticias inmerecidas. Cristo dijo: “No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa” (Mateo 5:39-40).

Pedro también habló de este concepto, y además lo relacionó con la cualidad de la mansedumbre: “santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros; teniendo buena conciencia, para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, sean avergonzados los que calumnian vuestra buena conducta en Cristo. Porque mejor es que padezcáis haciendo el bien, si la voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal” (1 Pedro 3:15-17).

Todos sufrimos injusticias en esta vida. La gente nos miente, se aprovecha de nosotros y nos engaña; y la manera en que reaccionamos afecta la reputación del Dios a quien decimos servir. ¿Podrán los demás ver a Cristo en nosotros si respondemos vengándonos?

Pedro continúa: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios… Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento” (1 Pedro 3:18, 4:1).

Cuando somos abofeteados, literal o figurativamente, los demás nos están observando. Responder con la mansedumbre de Jesucristo no siempre es fácil, pero es parte de lo que Dios nos ha llamado a ser.


Por otro lado, ser manso no significa rehusarse siempre o por completo al uso de la fuerza —más bien es el uso controlado de la fuerza. Es la habilidad de usar la cantidad correcta de fuerza en el momento justo, de la forma adecuada y por una buena razón.

Eso no es fácil.

Cuando Marta estaba mal enfocada, Cristo la increpó con delicadeza diciendo: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas” (Lucas 10:41). Pero cuando fue el turno de Pedro, la reprensión de Jesús fue mucho más fuerte: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mateo 16:23).

Diferentes personas, diferentes situaciones, y ambos reproches vinieron del mismo Jesucristo, quien era “manso y humilde de corazón”. Cristo sabía que Pedro necesitaba palabras fuertes para aprender y crecer, pero también sabía que la misma franqueza probablemente heriría a Marta más de lo que la ayudaría. Así que, por su mansedumbre, tomó estos factores en consideración para lidiar con ambas situaciones de forma diferente.

Los relatos de los Evangelios comprueban que la mansedumbre (la fuerza controlada) fue parte de todo lo que Jesucristo hizo en su primera venida. Una profecía del Antiguo Testamento dice acerca de Él: “No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia” (Isaías 42:2-3). Cristo no vino para humillar a los débiles —la caña cascada y el pábilo humeando que apenas se sostienen— vino para fortalecerlos.

Pero al mismo tiempo, actuó con fuerza cuando fue necesario. Por ejemplo, al ver a los cambistas aprovechándose de la gente en el templo de Dios, echó a los animales “y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado” (Juan 2:15-16).

El hecho de que diferentes situaciones requieren distintos niveles de mansedumbre es evidente con sólo unos pocos ejemplos. La parte difícil, sin embargo, es aprender a diferenciar unas situaciones de otras.


No existe una regla general para determinar cómo reaccionar en cada caso, pero sí hay principios generales que nos indican lo que es sabio y lo que no lo es.

En primer lugar, debemos recordar que la mansedumbre es solo una parte del fruto del Espíritu. Ninguno de los nueve aspectos funciona de forma independiente, sino que todos dependen e interactúan entre sí. En otras palabras, no estamos hablando sólo de mansedumbre, sino de una mansedumbre motivada por el amor, apoyada en la paciencia y la benignidad, y cimentada en la bondad, el gozo, la paz y la fe.

La clave para aplicar el nivel de mansedumbre correcto es comprender que, a fin de cuentas, se trata de la otra persona. Mientras el amor de Dios nos impulsa a enfocarnos en el bienestar de otros, la mansedumbre es ese mismo enfoque en acción. Ser manso significa controlar nuestra fuerza buscando actuar de la manera más provechosa posible para la persona con la que estamos interactuando.

Para Dios, quien lo sabe todo y es responsable en todo, a veces esto significa aplicar mano dura. En el Antiguo Testamento, cuando estaba en el proceso de castigar a Israel por sus pecados e infidelidad, Dios exclamó: “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel?... Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión. No ejecutaré el ardor de mi ira” (Oseas 11:8-9).

Aunque su pueblo debía sufrir por sus muchos pecados, el plan de Dios era traerlos de regreso y reestablecerlos luego de que aprendieran la lección:

“Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos… Efraín dirá: ¿Qué más tendré ya con los ídolos? Yo lo oiré, y miraré; yo seré a él como la haya verde; de mí será hallado tu fruto” (Oseas 14:4, 8).

Cada vez que tengamos una razón para usar la fuerza con otra persona, la pregunta que debemos hacernos es “¿por qué?”. ¿Cuál es nuestra motivación para usar la fuerza en esa situación? ¿Es realmente por el bien de la otra persona? ¿O estamos actuado por frustración o amargura?

Cuando somos heridos o tratados injustamente, nuestra naturaleza humana nos impulsa a vengarnos —darles a nuestros enemigos un poco de su propia medicina. Pero la Biblia dice que debemos hacer lo opuesto: poner la otra mejilla en lugar de devolver el ataque. “No digas: Yo me vengaré; espera al Eterno, y él te salvará” (Proverbios 20:22).

Esto se aplica ya sea que tengamos una posición de autoridad o simplemente tengamos la oportunidad de vengarnos de una injusticia.

En resumen, la mansedumbre se trata de utilizar la menor cantidad de fuerza posible para lograr el objetivo, actuando por amor en lugar de odio, y confiando en que Dios se encargará de las injusticias.

¿Será fácil? No. ¿Nos saldrá espontáneamente? Para nada. Crecer en mansedumbre requiere de esfuerzo y práctica, y generalmente se cometen muchos errores en el camino. Pero sin esta cualidad, no podemos seguir verdaderamente los pasos de Jesucristo:

“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pedro 2:21-24).

Jesucristo nos mostró con su ejemplo cómo se manifiesta la mansedumbre en la práctica una y otra vez. Crecer en el fruto del Espíritu significa aprender a hacer lo mismo.

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