Viaje El fruto del Espíritu

Paz: Calma en medio del conflicto

Inmediatamente después de la semana de creación, hubo paz en el mundo.

Pero no duró mucho.

El primer hombre y la primera mujer perdieron su lugar en un paraíso literal cuando se rehusaron a seguir las sencillas instrucciones de Dios, y desde entonces, el mundo ha sido un caos. El primer homicidio de la historia ocurrió poco después, y en menos de nueve generaciones, la raza humana se había corrompido tanto que Dios decidió destruirla y comenzar de nuevo con un hombre justo y su familia.

Aún así, sólo pasaron un par de generaciones antes de que el hombre volviera a rebelarse contra Dios e ignorar sus instrucciones. Las familias del mundo se convirtieron en facciones en guerra, luego ciudades en guerra, y luego naciones enteras en guerra. Reinos se levantaron y cayeron, conquistadores fueron y vinieron, y si bien ha habido algunos periodos de la historia humana con menos conflictos que otros, la triste verdad es que durante los pasados 6.000 años el mundo no ha conocido la paz verdadera.

¿Por qué? Porque la paz es un fruto del Espíritu y —sí, adivinó— no podemos comprenderla por nosotros mismos.


La paz es más que la ausencia de conflicto. El hecho de que dos personas (o grupos o naciones) no esten en guerra evidente, no siempre significa que tengan paz. Puede haber calma en la superficie, pero en el fondo, donde nadie puede ver, las tensiones pueden estar acumulándose hasta que una mala mirada o una palabra mal dicha encienden el conflicto otra vez.

Ésa no es la clase de paz de la que Pablo hablaba cuando describió el fruto del Espíritu. El Espíritu de Dios no produce una paz pasajera y temporal que desaparece en el instante en que algo sale mal.

Isaías le dijo a Dios: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isaías 26:3). No hay más condiciones. La promesa no es “lo guardarás en completa paz, mientras el mundo también esté relativamente en paz”. O “lo guardarás en completa paz, siempre y cuando no esté pasando por momentos difíciles”. Simplemente: “guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera”.

Estas palabras dicen mucho. Para empezar, no es una promesa que sólo se cumpliría en circunstancias de paz. Jesucristo en cierta ocasión preguntó: “¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión” (Lucas 12:51). Él sabía que el evangelio del Reino de Dios sería un mensaje controversial, al punto de que incluso separaría familias (vv. 52-53).

Éste no es un escenario que podríamos llamar pacífico, pero no contradice lo que acabamos de leer en Isaías. Aun cuando el mundo a nuestro alrededor está en conflicto, Dios nos promete que podemos encontrar paz.


Mientras vivió en la Tierra, Cristo se lamentó por Jerusalén (la ciudad cuyos habitantes más tarde lo crucificarían) diciendo: “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos” (Lucas 19:42). Jerusalén no conocía las cosas que podían darle paz, y como resultado fue destruida por sus enemigos poco después (vv. 43-44).

¿Conoce usted las cosas que pueden darle paz verdadera? No son exactamente un secreto, pero tampoco de conocimiento general.

El profeta Isaías observó cómo sus compatriotas se alejaban de Dios por sus pecados y desobediencia (Isaías 59:2), y escribió: “Sus pies corren al mal, se apresuran para derramar la sangre inocente; sus pensamientos, pensamientos de iniquidad; destrucción y quebrantamiento hay en sus caminos. No conocieron camino de paz, ni hay justicia en sus caminos; sus veredas son torcidas; cualquiera que por ellas fuere, no conocerá paz” (vv. 7-8).

Esto quiere decir que existe un camino, una ruta hacia la paz que está demarcada por la justicia y la rectitud. En otras palabras, no podemos simplemente hacer lo que nos plazca y aun así esperar encontrar la paz. La única manera de tener acceso a la paz verdadera es vivir según la definición de lo correcto y lo incorrecto que Dios ha establecido.

Pero tampoco basta con sólo hacer lo correcto. Podíamos hacer lo correcto todo el día, todos los días de nuestra vida, y aun así no tener garantía de que encontraremos paz en los momentos difíciles. Pablo les explicó a los romanos que “el reino de Dios [es]… justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo… Así que, sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación” (Romanos 14:16-19).

Ahí está el concepto otra vez: la paz no brota espontáneamente, debe buscarse, seguirse. De otra manera, permanecerá fuera de nuestro alcance para siempre.


En su hora más oscura, Jesucristo les mostró a sus discípulos cómo se manifiesta la paz verdadera: “He aquí la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:32-33).

Cristo estaba a punto de experimentar una de las muertes más dolorosas que un ser humano podría sufrir. Sus compañeros más cercanos estaban a punto de huir temerosos; y aun así, de alguna manera, tenía paz —y les estaba ofreciendo esa paz a sus discípulos también.

¿Por qué? Porque no estaba solo. Sin importar lo que pasara, Jesús sabía que tenía al Padre a su lado para darle fuerza y consuelo.

Poco antes, también les había dicho a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo. Habéis oído que yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo” (Juan 14:27-28).

Como hemos dicho, la verdadera paz no se trata de lo que sucede a nuestro alrededor; sino de lo que pasa dentro de nosotros. Jesucristo tuvo paz antes de morir porque sabía lo que estaba haciendo, sabía por qué lo hacía, y sabía que podía contar con el Padre durante todo el proceso.

Ésa también es la fórmula de nuestra paz. La paz es parte del fruto del Espíritu porque, mientras más trabaje Dios en nosotros, más ciertas serán esas cosas para nosotros también. Sabremos lo que estamos haciendo, sabremos por qué lo estamos haciendo, y sabremos que, no importa lo que pase, Dios el Padre nos estará guiando, protegiendo y fortaleciendo. Ese es el secreto de la paz verdadera y duradera: no la ausencia de conflicto externo, sino la plenitud que proviene de una relación cercana con nuestro Creador y nuestra confianza en Él.


Pero la paz no termina ahí. Empieza en nuestro interior, cierto, pero luego se propaga. Se expande. Con el tiempo, nuestra paz interior se convertirá en paz externa, influyendo en nuestras relaciones con los demás y la manera en que interactuamos con el mundo. Pablo nos aconseja: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18), y “la paz de Dios gobierne en vuestros corazones” (Colosenses 3:15).

Además, Pablo nos recuerda: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).

Tener paz no significa no necesitar ni pedir nada. No significa estar siempre de acuerdo con las circunstancias. Significa que sólo nos preocupamos por las cosas que sí podemos cambiar y confiamos en que Dios hará el resto, sabiendo que Él tiene el poder y la sabiduría para hacerlo mucho mejor que nosotros. Mientras más aprendamos a hacer eso, más entenderemos lo que significa tener “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” guardando nuestros corazones y pensamientos.

Lectura complementaria

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