Viaje El fruto del Espíritu

Templanza: La clave de la victoria

Pablo veía su llamamiento como una carrera: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis” (1 Corintios 9:24).

Él estaba en la misma carrera que todos, o la mayoría de nosotros: una carrera contra nuestra propia naturaleza. Una carrera contra nuestros defectos, nuestras falencias, nuestros malos hábitos, nuestros pecados. Y fue el mismo Pablo quien escribió: “lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” (Romanos 7:15, 21).

Seguramente muchos conocemos ese sentimiento. Queremos hacer el bien, queremos hacer lo correcto, queremos que el fruto del Espíritu se refleje en nuestras acciones, pero a la hora de la verdad…

Fallamos, y mucho. Nos miramos en el espejo y vemos que “queriendo yo hacer el bien… el mal está en mí”. Pablo también se miró en ese espejo y concluyó: “yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (v. 18).

Pero Pablo no estaba desesperanzado. La respuesta no estaba en su carne (su naturaleza humana), pues el fruto del Espíritu no proviene de la carne, sino de la naturaleza de Dios. Cuando Pablo describe el fruto del Espíritu en Gálatas, comienza haciendo un contraste con “las obras de la carne” (Gálatas 5:19-21), que incluyen algunas de las peores cosas que la naturaleza humana produce.

El fruto del Espíritu, que proviene del Espíritu de Dios, se opone diametralmente a las obras de la carne. Es un fruto diseñado para transformarnos desde adentro hacia afuera, si se lo permitimos.

Sin templanza —o “dominio propio” (Nueva Versión Internacional)— sin embargo, esa transformación será sólo temporal. Cuando no sabemos dominarnos a nosotros mismos, podemos mostrar amor… a veces. Podemos ser benignos, cuando nos conviene. Podemos tener paz, mientras nos sea fácil.

Pero eso no es suficiente.


Si el fruto del Espíritu es como una naranja, el dominio propio es como la cáscara, la capa protectora que sostiene al todo. Sin él, nuestros esfuerzos por crecer en el fruto del Espíritu quedan expuestos, vulnerables y débiles.

Pablo veía su llamamiento como una carrera, y también conocía la clave para ganarla: “Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Corintios 9:25-27).

El talento puro no es suficiente para ganar la carrera de la que Pablo hablaba. Cualquier atleta que desea la victoria, necesita aprender a ser constante, a usar la técnica correcta en el momento adecuado, una y otra vez. Y necesita mantener ese nivel de constancia incluso cuando está exhausto, hambriento, o adolorido; o pronto otro atleta con más dominio propio le arrebatará la victoria.

Pablo conocía sus propias debilidades. Se conocía lo suficiente como para saber que su naturaleza humana le causaría problemas, así que se concentró en dominarse a sí mismo en lugar de dejar que su carne tomara las decisiones.


En el mundo antiguo, los filósofos estoicos consideraban el dominio propio como algo totalmente interno. Creían que las personas debían dominarse sólo a fuerza de voluntad propia. Cada impulso, cada deseo tenía que ser manejado y controlado con fuerza de voluntad y nada más.

Ésta sin duda es una perspectiva admirable, pero en la práctica, raramente funciona. Tratar de dominar nuestra naturaleza humana con naturaleza humana sólo funciona hasta que llega una tentación difícil de vencer. No podemos confiar en que siempre tendremos esa clase de fuerza, porque cuando realmente sea necesaria, nos quedaremos cortos, como le sucedió a Pablo.

La otra alternativa es Dios —quien sí es lo suficientemente fuerte. “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido” (Santiago 1:13-14).

Ésa es la parte irónica del autocontrol: somos incapaces de dominarnos a nosotros mismos hasta que decidimos someternos a Dios. Mientras no admitamos que nuestra voluntad es insuficiente —mientras no le entreguemos las riendas a Dios y permitamos que su Espíritu comience a hacer cambios en nuestra vida— nunca podremos desarrollar verdadero autocontrol.

Ése es donde debemos comenzar: buscando la fuerza para autocontrolarnos en Dios. Y mientras más nos sometamos a Él, mejor comprenderemos lo que Pablo le dijo a Timoteo: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).

Esto no sucederá de la noche a la mañana. Como el resto del fruto del Espíritu, crecer en dominio propio es un proceso gradual. A medida que comprendemos mejor cómo se manifiestan el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad la fe y la mansedumbre, podemos pedirle a Dios el dominio propio necesario para poner estas cualidades en práctica, especialmente en los momentos en que nuestra naturaleza humana nos empuja a hacer una excepción.

La buena noticia es que éste es un proceso de retroalimentación positiva. Cuando nos enfocamos en desarrollar un aspecto del fruto del Espíritu, el resto también se vuelve más fácil de desarrollar. Tener más amor facilita el desarrollo de la benignidad. Tener más paz facilita el desarrollo de la paciencia. Tener más fe facilita el desarrollo del gozo, y así sucesivamente.

Pablo estaba consciente de esto. A medida que hemos analizado los nueve aspectos del fruto del Espíritu, tal vez habrá notado que a menudo la Biblia los menciona en grupo y no por separado. Pablo les dijo a los colosenses: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia… Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos” (Colosenses 3:12, 14-15).

Él animó a los efesios a caminar “con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor” (Efesios 4:2). Le aconsejó a Timoteo que siguiera “la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1 Timoteo 6:11). Y describió a los siervos de Dios como personas que viven “en pureza, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero” (2 Corintios 6:6).

Todas estas cualidades están profundamente relacionadas. Se alimentan mutuamente de una manera poderosa, y el dominio propio es el ingrediente esencial que les permite seguir creciendo.


Como nos sucede a todos, para Pablo era difícil hacer siempre lo correcto, en el momento correcto y por la razón correcta. De hecho, él mismo se describe como un hombre “miserable” atrapado en “cuerpo de muerte” (Romanos 7:24). Pero no se conformaba con ser así. Estaba corriendo una carrera en la que el dominio propio era esencial para obtener la victoria, así que pasó toda su vida perfeccionando esa cualidad.

La última carta que tenemos de Pablo es una despedida a Timoteo, su joven pupilo. Según la tradición secular, Pablo murió decapitado durante el reinado del emperador romano Nerón. Pero sin importar como haya ocurrido, el apóstol sabía que no le quedaba mucho tiempo en este mundo cuando le escribió a Timoteo:

“Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:6-8).

Este pasaje nos enseña dos verdades importantes. Primero, que Pablo fue capaz de desarrollar autocontrol hasta el punto en que estaba seguro de que había terminado la carrera. Y segundo, que nosotros podemos hacer lo mismo.

Al final de su vida, Pablo sabía —no sentía, no pensaba, no esperaba, sino sabía— que recibiría su corona. Ser cristiano no siempre es fácil, pero es posible. Pablo lo hizo, y también nosotros podemos. Al final de su vida, usted también debería ser capaz de mirar el fruto que ha desarrollado a través del Espíritu Santo y saber —no sentir, no pensar, no esperar, sino saber— que terminó su carrera.

Ahora sólo nos queda una gran e importante pregunta: ¿en qué clase de vida se desarrolla mejor el fruto del Espíritu?

Durante este Viaje hemos analizado los diferentes aspectos del fruto del Espíritu. Mañana, terminaremos hablando de las condiciones que ese fruto necesita para alcanzar su máximo potencial.

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