Si Jesucristo ha sido el único ser que vivió una vida perfecta, ¿por qué tuvo que morir de manera tan terrible? Tal como nos lo enseña una de las fiestas de Dios, la crucifixión de Cristo es un evento muy importante para nuestras vidas.
Miles de conciudadanos de Cristo se habían reunido en Jerusalén para celebrar uno de los eventos más importantes del año: la Pascua. Mientras tanto, Jesús advertía a sus discípulos que iría a Jerusalén para enfrentar su muerte. Pero, incrédulos y sin entender lo que decía, le pidieron que no dijera cosas como ésa.
De cualquier forma, todo estaba sucediendo tal y como Él y los profetas de Antiguo Testamento lo habían profetizado. El único hombre realmente inocente que ha existido, Jesús, el Cristo, fue arrestado sin razón, juzgado injustamente y sentenciado a una horrible tortura y muerte.
Así como antes se derramó la sangre de los corderos de la Pascua, que simbolizaban su sacrificio, la sangre de Cristo también sería derramada en esta importante fiesta.
Una muerte terrible
El soldado romano que castigó a Cristo antes de su crucifixión debió haber sido realmente insensible. Al fin y al cabo, azotar a alguien tan cruelmente con un látigo de cuero con puntas de metal y hueso —diseñado especialmente para arrancar la piel de su víctima— es un acto sencillamente desalmado. Su trabajo no era matar, sino causar al acusado un dolor insoportable antes de su mayor sufrimiento: ser clavado en una cruz para morir lenta y dolorosamente.
Este soldado claramente sabía cuando sus víctimas estaban a punto de morir, y no dejó de torturar a Cristo hasta casi matarlo. Jesús quedó tan adolorido y lastimado que no tuvo la fuerza necesaria para cargar su cruz todo el camino hacia el lugar “de la Calavera”, donde pasaría sus últimas y agonizantes horas clavado en el instrumento de la vergüenza. Es por esto que los soldados le ordenaron a Simón de Cirene que llevara la cruz de Jesús (consulte Marcos 15:21; Lucas 23:26).
Ser crucificado era increíblemente vergonzoso, humillante y doloroso. Vergonzoso, porque era un castigo generalmente reservado para lo peor de la sociedad —esclavos, criminales y rebeldes. Humillante, porque la víctima era torturada y a veces también crucificada sin ropa. En el caso de Cristo, los soldados que lo clavaron a la cruz le quitaron y se repartieron mucha de su ropa (Juan 19:23-24).
Además, la crucifixión es un método de ejecución terriblemente doloroso; está diseñado para serlo. Era una muerte pública y horrible que advertía a los espectadores que no podían cometer los mismos errores que los condenados cometieron.
Un plan de salvación
Pensar en el dolor y sufrimiento que Cristo debió pasar, probablemente, hará que nos preguntemos: “¿no podía Dios darnos la oportunidad de salvación de otra manera? ¿No podía llevar a cabo su plan sin que Cristo tuviese que morir?”
Claro que podía. Pudo haber diseñado su plan como quisiera. Pero, como dice la escritura, lo quiso así —incluyendo la muerte de su Hijo— desde “antes de los tiempos de los siglos” (2 Timoteo 1:9; Tito 1:2). El Cordero de Dios “fue inmolado desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8). El plan de salvación fue establecido por Dios y quien llegó a ser Jesucristo, desde el comienzo; la muerte de Jesús no fue algo que se les haya ocurrido después.
Por lo tanto, en lugar de imaginar un plan hipotético donde la muerte de Cristo no sea necesaria, deberíamos cambiar el enfoque de nuestra pregunta. Sería mejor reflexionar sobre qué espera Dios que aprendamos de este evento tan importante, ¿no es así? Si Dios decidió —con el consentimiento de quien llegó a ser Jesucristo— que Cristo debía sufrir una muerte tan dolorosa, debe tener muy buenas lecciones que enseñarnos con ello.
La consecuencia del pecado
Una de las verdades que la crucifixión de Cristo nos enseña es la terrible consecuencia del pecado. Pecar —infringir o desobedecer la ley de Dios (1 Juan 3:4)— tiene un muy alto precio. Romanos 6:23 lo dice sin rodeos: “la paga del pecado es muerte”. Y, como todo ser humano ha pecado, todos merecemos la muerte.
Si realmente queremos tener una relación con Dios, debemos aprender a aborrecer el pecado profundamente. Como dice Proverbios 8:13: “El temor del Eterno es aborrecer el mal” (énfasis añadido). En las palabras del salmista: “Los que amáis al Eterno, aborreced el mal” (Salmos 97:10, énfasis añadido).
Nos hace maravillarnos ante el amor de Dios, que se sacrificó por nosotros —pecadores— voluntariamente.
¿Por qué usa Dios palabras tan fuertes?
Aunque mucha gente crea lo contrario, el ser humano no es inherentemente bueno, ni odia el mal por naturaleza. De hecho, la Biblia nos dice que “los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).
En realidad, somos naturalmente propensos a ciertos pecados. El pecado puede ser atrayente, seductor y a menudo más fácil que la obediencia a la ley de Dios. En definitiva, es una gran fuente de “deleites temporales” (Hebreos 11:25). Es por esto que necesitamos aprender a odiar el mal. Si nunca nos arrepentimos y nos alejamos del pecado, nuestra paga será la muerte eterna.
Pero, ¿qué tiene que ver la crucifixión de Cristo con nuestra tendencia al pecado? Si, en cambio, nos arrepentimos y nos comprometemos a vivir en obediencia a Dios, su muerte en la cruz paga la pena que debemos por nuestros pecados.
Sólo así —aunque todos merecemos la pena de muerte— podemos ser “rescatados” misericordiosamente “con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19). “Al que no conoció pecado”, Dios “por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
Siendo una muerte tan inhumana, la crucifixión del Hijo de Dios nos ayuda a comprender cuán terrible es la consecuencia del pecado y a valorar el hecho de ser redimidos “por su sangre [de Cristo], el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7).
Nos hace maravillarnos ante el amor de Dios, que entregó “a su Hijo unigénito” para ser crucificado por nosotros (Juan 3:16). Y también del amor de Cristo, que se sacrificó por nosotros —pecadores— voluntariamente (Romanos 5:8).
Vida eterna
La muerte de Cristo, haciendo posible el perdón de nuestros pecados y pagando la pena de muerte que debíamos por ellos, también permite que Dios nos ofrezca el increíble regalo de la vida eterna. Aunque sea algo difícil de comprender en términos físicos, Dios espera que conozcamos y apreciemos esta profunda verdad.
Cristo comenzó a revelarla a sus discípulos a medida que su muerte se acercaba. En cierta ocasión, luego de haber alimentado a cinco mil hombres, con sus mujeres y niños, con sólo dos peces y cinco panes, Jesús dio una enseñanza muy importante sobre el tema.
Al ver este gran milagro, mucha gente creyó en Él, y su fama convocó a grandes multitudes que, al día siguiente, le buscaron hasta encontrarlo en Capernaum. Pero Cristo les dijo: “De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis. Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste señaló Dios el Padre” (Juan 6:26-27, énfasis añadido).
Desde entonces, Jesús se refirió varias veces a Sí mismo como el “pan de vida” —aquél que daría su vida para poder ofrecer vida eterna a la humanidad. Al decir esto a la multitud, en realidad estaba anunciando y comenzando a explicar los símbolos del pan y el vino que pronto establecería en la Pascua.
Tiempo después, no mucho antes de su muerte, Cristo resucitó a Lázaro y aprovechó el momento para explicarle a Marta, la hermana de su amigo, que Él era “la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25-26).
La resurrección a vida física de Lázaro fue una confirmación impresionante del poder que Dios tiene sobre la muerte. Sin embargo, fue sólo una pequeña muestra de lo que Cristo nos ofrece si lo seguimos de todo corazón: no seremos resucitados a una vida física y temporal, ¡sino a vida eterna!
Lecciones que nos recuerda la Pascua
La crucifixión de Cristo fue uno de los eventos más importantes de la historia. Hizo posible el perdón de nuestros pecados y nos permite cumplir el propósito por el cual Dios nos creó, llegar a ser miembros de su familia por la eternidad. Es por esto que Dios nos ordena conmemorarla cada año en la Pascua y nos da instrucciones explícitas de cómo hacerlo. La Pascua es la primera fiesta que Dios ordenó guardar al pueblo de Israel, y luego fue modificada por Cristo cuando la guardó con sus discípulos (Levítico 23:5; Marcos 14:14).
En el Antiguo Testamento, Dios escogió ese día —el día 14 del primer mes en su calendario (fecha de la Pascua del Antiguo Testamento y de la muerte de Cristo)— para librar a los israelitas de la esclavitud. Pero antes, les ordenó pintar sus puertas con la sangre de un cordero como una señal para ser protegidos de la plaga que acabaría con todos lo primogénitos egipcios.
La muerte de Jesucristo hizo posible el perdón de nuestros pecados y nos permite cumplir el propósito por el cual Dios nos creó, llegar a ser miembros de su familia por la eternidad. Es por esto que Dios nos ordena conmemorarla cada año en la Pascua y nos da instrucciones explícitas de cómo hacerlo.
Por otro lado, el Nuevo Testamento también nos habla de una liberación para el pueblo de Dios, pero esta vez con un significado mucho más profundo (1 Corintios 5:7). Ahí, la Pascua pasó a representar la muerte de Cristo, que nos libera del pecado y hace posible que obtengamos la vida eterna.
Jesús les enseñó a sus discípulos cómo observar este momento tan solemne, personalmente. Comenzó por lavarles los pies en un acto aparentemente sin importancia, pero que constituye un impactante ejemplo de humildad (Juan 13:1-10). Y, así como Él lo hizo, nos ordena hacer lo mismo unos con otros: “Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (v. 15).
Luego les dio a comer el pan sin levadura, que representa su cuerpo partido; y el vino, que simboliza su sangre derramada.
Y, cuando todo había pasado, Pablo les transmitió esta enseñanza a los corintios: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí” (1 Corintios 11:23-25).
Los cristianos fieles que aún obedecen las enseñanzas de Cristo y siguen el ejemplo de la Iglesia del Nuevo Testamento observan la Pascua cada año a la puesta de sol. Si desea saber más acerca de esta y otras fiestas ordenadas por Dios, lo invitamos a descargar sin costo nuestro folleto Las fiestas santas de Dios: Él tiene un plan para usted.
La Pascua nos invita a reflexionar en las lecciones que la muerte de Cristo nos enseña. No tome esta fiesta a la ligera como tantos lo hacen, y tampoco olvide la importancia del increíble sacrificio que conmemora —¡el que Cristo hizo por usted y toda la humanidad dando el primer paso del plan de salvación de Dios!
Lea más acerca de la Pascua en los artículos “La Pascua: ¿Qué hizo Jesús por usted?” y “¿Vino de Pascua o jugo de uva?”.