Job fue un hombre excepcional e intachable que enfrentó pruebas extraordinarias. Pero el libro que lleva su nombre nos revela una lección que se aplica a todos.
El último capítulo de Job puede dejar a sus lectores llenos de preguntas. Al comienzo del libro, Dios mismo describe a Job como un “varón perfecto y recto” (Job 1:8; 2:3). Pero en su conclusión Job le dice a Dios: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6).
¿Por qué un hombre perfecto y recto necesitaría arrepentirse?
El pecado, la justicia y el arrepentimiento
Para responder esta pregunta, primero debemos comprender algo acerca de la idea central del libro. Muchos de sus capítulos (del 3 al 31) registran los diálogos entre Job y sus tres amigos, donde ellos insisten constantemente en que los sufrimientos del patriarca deben ser consecuencia de algún pecado oculto. Pero Job niega sus acusaciones con vehemencia.
La lógica de los amigos en realidad es un reflejo de cómo su cultura entendía la naturaleza del pecado y los castigos. Según su perspectiva, el pecado siempre acarreaba un castigo y la justicia siempre redundaba en bendición. No había espacio para excepciones en su pensamiento.
Ésta es una actitud que ha existido a través de la historia. Cristo se refirió a esta idea equivocada cuando mencionó las terribles muertes de algunos galileos en manos de Pilato y la tragedia de 18 personas que murieron aplastadas por una torre en Siloé. Sus muertes, dijo Jesús, no indicaban que hubieran sido más pecadores que otros (Lucas 13:1-5).
¿Por qué se arrepintió Job?
“De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven”
Inmediatamente antes de su declaración de arrepentimiento (Job 42:6), Job expresó la idea que lo llevó a ese punto: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” (v. 5).
Dios se había manifestado ante Job en un torbellino para enfrentarlo con preguntas (Job 38:1). Su aparición fue tanto una respuesta a las oraciones del patriarca como una reprensión. Job nunca negó que había cometido pecados, pero sabía que no tenía ningún pecado oculto que lo hiciera distinto a sus amigos. Entonces, expresó su deseo de hablar con Dios cara a cara en una especie de corte: “Expondría mi causa delante de él, y llenaría mi boca de argumentos” (Job 23:4).
Y cuando los amigos de Job lo cansaron con sus acusaciones cada vez más agresivas, Job perdió el control, y en el proceso cuestionó las acciones de Dios.
“Vive Dios, que ha quitado mi derecho, y el Omnipotente, que amargó el alma mía... Mis labios no hablarán iniquidad, ni mi lengua pronunciará engaño. Nunca tal acontezca que yo os justifique; hasta que muera, no quitaré de mí mi integridad” (Job 27:2, 4-5).
Este hombre justo —asaltado por la tristeza y un agobiante dolor físico, además de atormentado por sus bien intencionados pero errados amigos— perdió el rumbo y cuestionó la justicia de Dios.
Los papeles se invierten
Desde el torbellino, Dios le invirtió los papeles a Job. En lugar de dejar que Job lo interrogara en una corte, fue Él quien demandó respuestas: “¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría? Ahora ciñe como varón tus lomos; yo te preguntaré, y tú me contestarás” (Job 38:2-3).
Durante el resto de su intervención, Dios no respondió directamente las preguntas de Job acerca de su justicia. En cambio, le hizo preguntas acerca del funcionamiento de la creación, que Job no podía responder. Entonces, Job no sólo vio una muestra del poder de Dios en el torbellino, sino que además comprendió su poder creativo tal como se manifiesta en el universo físico.
¡Job quedó sin palabras! Lo que estaba viendo era a un Dios incluso mayor que el que había imaginado. Vio la majestad y el poder de Dios; y al alcanzar ese entendimiento, se vio a sí mismo de forma diferente.
Eso nos lleva al punto principal de la confesión de Job: él tenía que verse a sí mismo como Dios lo veía, pero no podía hacerlo hasta ver a Dios como realmente es.
¿Quién puede conocer a Dios?
Si no podemos arrepentirnos hasta ver a Dios, ¿qué necesitamos hacer para verlo? Jesucristo dio la respuesta. Nadie puede “[conocer] al Padre... sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27).
No necesitamos ver a Dios en un torbellino como lo hizo Job o en una zarza ardiente como lo hizo Moisés. Vemos a Dios cuando escudriñamos las páginas de su Biblia y leemos acerca de su amor, su carácter, su ley y sus expectativas para nosotros. Y cuando leemos acerca de Jesús, vemos a Dios viviendo en la carne como un ejemplo a seguir para nosotros.
Cuando pensamos en nuestra vida, nunca debemos compararnos con otras personas ni con una idea tergiversada y limitada de lo que Dios es. Job sólo pudo ver lo pequeño que era cuando profundizó su entendimiento del Dios todopoderoso. Así, nosotros también debemos compararnos con el Dios revelado en las Escrituras. Mientras más entendemos cómo es Dios y cuál es su propósito para nosotros, mejor podremos ver nuestras propias faltas y pecados.
Motivación para el futuro
El arrepentimiento comienza cuando reconocemos nuestros pecados luego de entender lo que somos en comparación a Dios. Pero se requiere de más. Se requiere de cambio. Ver a Dios a través de las palabras y el ejemplo de Cristo nos señala la dirección para hacer ese cambio y también debería motivarnos.
El apóstol Juan, al escribir en un tiempo de prueba para la Iglesia del primer siglo, les recordó a sus lectores esta verdad:
“Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:2-3).