De la edición Noviembre/Diciembre 2019 de la revista Discernir

Adán y Eva en el jardín de Edén

Muchas personas conocen el relato de Adán y Eva en el jardín de Edén. Pero ¿sabe lo que esta historia significa para usted?

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La historia de Adán y Eva en el jardín de Edén no es sólo de ellos; es nuestra historia también.

El relato básico es bien conocido: Adán y Eva desobedecieron las instrucciones de su Creador y sufrieron las consecuencias. En terminología bíblica, pecaron. Su pecado fue el primero cometido en la Biblia por seres humanos, pero es la conexión que cada uno de nosotros tiene con Adán y Eva: todos hemos pecado también.

La historia de los primeros seres humanos es una de las explicaciones bíblicas más instructivas acerca de la naturaleza del pecado y sus efectos. Y como veremos, otro importante tema en las Escrituras es cómo nuestros pecados pueden ser perdonados para reconciliarnos con Dios.

Veamos lo que dice el relato.

Significado del jardín de Edén

Después de crear a Adán, Dios “lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Génesis 2:15). Después creó a Eva, “ayuda idónea para él” (v. 18). Y en ese hermoso ambiente, Adán y Eva tenían protección, comida abundante, trabajo y una relación cercana con Dios.

Decir que la vida en el Edén era buena sería decir lo menos. ¡La vida era maravillosa! Casi perfecta, de hecho. Lo único que podía mejorarla era que Adán y Eva recibieran vida eterna; y tenían la oportunidad de recibirla.

Lamentablemente, Adán y Eva perdieron el acceso a este lugar idílico cuando decidieron desobedecer a Dios.

Los dos árboles

Entre todos los árboles que había en el jardín, dos eran especiales: “el árbol de vida…y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (v. 9). Adán y Eva podían comer de todo árbol excepto uno. Parte de las instrucciones que Dios les dio a ellos fue que “el árbol de la ciencia del bien y del mal” estaba fuera de límites (vv. 16-17).

Dios, como Creador y soberano de la humanidad, les estaba enseñando a los primeros seres humanos cómo tener una vida feliz y exitosa, y eventualmente recibir la vida eterna.

Pero aunque Dios les dio a Adán y Eva toda la guía que necesitaban, no los obligó a obedecer sus instrucciones. Ambos tenían libre albedrío y Dios permitió que decidieran por sí mismos lo que querían a hacer.

El engaño de Satanás

Cuando la serpiente, Satanás (Apocalipsis 12:9), le mintió a Eva diciendo que no moriría por comer del fruto prohibido, sino que sería “como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:5), Eva cayó. Decidió confiar en su propia capacidad para determinar lo que le convenía y “tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (v. 6).

Hoy en día, los seres humanos seguimos cometiendo el mismo error cuando confiamos en nuestro propio razonamiento y emociones sin tomar en cuenta a Dios.Hoy en día, los seres humanos seguimos cometiendo el mismo error cuando confiamos en nuestro propio razonamiento y emociones sin tomar en cuenta a Dios. La realidad es que simplemente no tenemos la capacidad de tomar buenas decisiones espirituales sin su ayuda (1 Corintios 2:14).

Por inspiración de Dios, el profeta Jeremías dijo: “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jeremías 17:9). Y el rey Salomón escribió: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12).

Miles de años después, Pablo agregó que cuando la gente rechaza a Dios, sus necios corazones son “entenebrecidos” y pierden la capacidad de discernir entre el bien y el mal (Romanos 1:21, 31).

La pena del pecado

La Biblia dice claramente que “la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23, énfasis añadido). La consecuencia del pecado siempre es algo terrible: la muerte.

Debido a su pecado, Adán y Eva fueron castigados por Dios, y desde ese momento, Eva tendría muchos dolores al dar a luz, mientras que Adán tendría que trabajar mucho para que la tierra produjera fruto. Lo peor de todo es que ambos fueron expulsados del jardín de Edén y perdieron su relación con Dios, así como el acceso al árbol de la vida, que representaba su oportunidad de recibir la vida eterna (Génesis 3:15-19, 22-24).

El pecado de Adán y Eva fue un hito clave en la historia de la humanidad. Lamentablemente, los seres humanos hemos seguido su ejemplo de pecar contra Dios. Como dice Pablo, “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12).

Tal como Adán y Eva despreciaron su relación con Dios, nosotros decidimos alejarnos de Él cuando pecamos.

El camino a la reconciliación

Jesucristo hizo posible nuestra reconciliación con Dios cuando vino a la Tierra para pagar la pena de nuestros pecados. Nuestros pecados son perdonados cuando nos arrepentimos de ellos y nos bautizamos para recibir el Espíritu Santo (Hechos 2:38).

Tener el Espíritu Santo en nosotros es una garantía de que eventualmente recibiremos la vida eterna. Como explica Pablo, “si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (Romanos 8:11).

Obediencia a los mandamientos de Dios

No podríamos exagerar cuando se trata de la importancia de obedecer las leyes de Dios. “Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos” (1 Juan 5:3).

Demostrar nuestro amor a Dios obedeciendo su ley, incluso cuando es difícil, desarrolla en nosotros un carácter justo —la clase de carácter que Dios espera que forjemos.

Abraham, el padre de la fe y amigo de Dios, obedeció y guardó las leyes, los estatutos y los mandatos del Creador (Santiago 2:23; Génesis 26:5). Los antiguos israelitas debían guardar los mismos mandamientos si querían poseer la tierra que Dios les había prometido a sus antepasados (Deuteronomio 8:1-2); y también aprendieron que la obediencia trae bendiciones, mientras que la desobediencia resulta en maldición (Levítico 26; Deuteronomio 28).

Cuando Jesús vino a la Tierra, le dijo a un joven rico que si quería obtener la vida eterna debía “[guardar] los mandamientos” (Mateo 19:16-17). Ésta es una promesa de Dios que sigue vigente hasta hoy: “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad [la Nueva Jerusalén]” (Apocalipsis 22:14).

La elección que Adán y Eva enfrentaron en el jardín de Edén —obedecer a Dios o no— es la misma que nosotros enfrentamos hoy. ¡Que todos elijamos con más sabiduría que nuestros antepasados!

Para descubrir más acerca de esta fundamental sección de las Escrituras, consulte “El árbol de la vida”. Y si desea profundizar más en los amorosos y benéficos mandamientos de Dios, vea “Los Diez Mandamientos y el camino de vida de Dios”.

Recuadro: Las leyes alimenticias siguen vigentes

Las instrucciones de Dios acerca de lo que podemos y no podemos comer no terminaron cuando Adán y Eva fueron expulsados del jardín de Edén. Tampoco se abolieron cuando Jesucristo vino a la Tierra y fundó la Iglesia del Nuevo Testamento. Las leyes alimenticias de Dios siguen vigentes aún en la actualidad.

En Levítico 11 y Deuteronomio 14 encontramos una lista detallada de los animales que son para comer (animales “limpios”) y los que no (animales “inmundos”). Comer productos provenientes de un animal inmundo es una “abominación” —algo extremadamente terrible y “abominable” (Levítico 11:10-13, 20; Deuteronomio 14:3).

Según la instrucción de Dios, los cerdos y los mariscos son animales “inmundos” y no deben comerse. Pero lamentablemente, hoy en día muchos razonan como Eva lo hizo en Edén: que estas cosas son atractivas, tienen buen sabor y parecen aceptables para comer. Por lo tanto, la gente rechaza las instrucciones de Dios.

Pero el problema con estos animales no es si podemos comerlos sin morir o enfermarnos inmediatamente. Muchas personas que comen cerdo y mariscos viven durante muchos años, de hecho. Las instrucciones de Dios acerca de las carnes limpias e inmundas tienen más que ver con nuestra santidad (Levítico 11:44). Dios quiere que seamos santos porque Él es santo; y como cristianos, nuestra meta debe ser obedecerle y llegar a ser como Él.

Cristo y sus discípulos nunca comieron animales inmundos; y los miembros de la Iglesia del primer siglo también obedecieron esta instrucción de Dios. Para saber más sobre este tema y comprender algunos pasajes difíciles del Nuevo Testamento que hablan de esto, lea “Animales limpios e inmundos: ¿le importa a Dios qué tipo de animales comemos?”.

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