“Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Pero ¿qué es el llamamiento de Dios y cómo puede usted reconocerlo en su vida?
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Uno de los principios fundamentales del cristianismo es que nadie se convierte en cristiano por su propia voluntad.
Para una religión que se construye sobre el mandato: “id, y haced discípulos a todas las naciones” (Mateo 28:19), esta condición puede parecer limitante, pero Jesús fue enfático:
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44).
Ninguno nos incluye a usted y a mí.
Claro, podemos decir que somos cristianos e ir a una iglesia cristiana sin que Dios haga nada, pero la motivación real de seguir los pasos de Jesucristo no comienza con nosotros.
Y ésta es una distinción importante, porque el solo hecho de parecer cristianos no es suficiente. Jesús también fue enfático en esto:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23).
Muchos le dirán esto a Cristo.
No unos pocos. Muchos.
Estas personas habrán hecho cosas impresionantes y aparentemente cristianas. Habrán cumplido muchos de los requisitos. Pero Cristo los expondrá como “hacedores de maldad”, por vivir una vida que habitualmente ignora los estándares y las instrucciones de Dios.
“Muchos son llamados”, les dijo Jesús a las multitudes que lo seguían, “y pocos escogidos” (Mateo 22:14).
¿Qué es exactamente ser llamado?
En el cristianismo, “llamado” y “llamamiento” pueden llegar a tener un aura casi mística, como palabras que tienen un significado muy profundo, pero nunca se definen claramente.
Pero, tal vez usted está leyendo este artículo porque se pregunta “¿me está llamando Dios a mí?”.
Si ésa es la pregunta que hay en su mente, la informalidad inexplicable y las definiciones confusas no son de mucha ayuda.
Pablo les recuerda a los cristianos que deben “[andar] como es digno de la vocación con que [fueron] llamados” (Efesios 4:1), porque Dios nos “llamó con llamamiento santo” (2 Timoteo 1:9).
Eso suena importante.
Es importante.
Pero ¿qué significa?
En un mundo donde muchos son llamados y pocos escogidos, donde el acto aparentemente sencillo de acercarnos a Jesucristo sólo puede ser iniciado por Dios mismo, y donde Jesucristo negará toda conexión con quienes dicen ser sus seguidores, pero ignoran los mandamientos de Dios, necesitamos claridad cuando se trata de definir un llamamiento.
En el griego bíblico, llamar a alguien es “invitarlo con urgencia a aceptar responsabilidades de una tarea particular, implicando una nueva relación con la persona que hace el llamado” (Louw and Nida Greek-English Lexicon [Diccionario griego-inglés de Louw y Nida], 33.312). El llamamiento en sí mismo es una “invitación a experimentar un privilegio y una responsabilidad especiales” (Bauer, Danker, Arndt y Gingrich, A Greek-English Lexicon of the New Testament [Diccionario griego-inglés del Nuevo Testamento], “klesis”).
Cuando Dios nos llama, nos invita a entrar en una relación especial con Él, incluyendo nuevos privilegios y responsabilidades. El llamamiento de Dios es una invitación a vivir por siempre en su Reino como sus hijos e hijas.
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Pablo animó a Timoteo a “[Pelear] la buena batalla de la fe” y así “[echar] mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste llamado” (1 Timoteo 6:12). También dijo que éste es un llamamiento “irrevocable” (Romanos 11:29) —uno del cual Dios no se retracta una vez que lo ofrece. Además, habló de “la esperanza a que él os ha llamado”, que está anclada en “las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” y “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos” (Efesios 1:18-19).
El llamamiento de Dios es grande y precioso, y la forma en que respondemos tiene consecuencias eternas.
Pero nosotros no podemos iniciarlo.
No podemos obligar a Dios a llamarnos por medio de nuestras acciones, ni podemos obligarlo a llamar a alguien más. Sólo podemos elegir cómo responderemos.
¿Cómo podemos reconocer un llamamiento?
Entonces, ¿lo está llamando Dios?
Ésa es una buena pregunta.
La mala noticia es que no sé la respuesta.
La buena noticia es que usted probablemente sí la sabe.
El llamamiento de Dios tal vez no se presenta en nuestra vida como una invitación física en el correo, pero eso no significa que sea indetectable o irreconocible. ¿Recuerda lo que dijo Jesucristo?
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”.
Ese proceso de ser llevados hacia cierta dirección es una experiencia que sentimos, nos damos cuenta de que ocurre. Dios tiene que encender la chispa en nosotros, pero la llama resultante es real y tangible.
¿Siente que se hace preguntas acerca de Dios que nunca antes se había hecho? ¿Siente la necesidad de entender por qué está aquí y por qué el mundo está como está? ¿Se siente desconcertado o descontento cuando piensa en el futuro que ve en el horizonte?
Si esas preguntas resuenan en su mente de una manera que nunca lo habían hecho —si está abriendo las páginas de la Biblia para observarlas más de cerca y reflexionar con más profundidad— entonces hay una alta probabilidad de que ése sea Dios llevándolo hacia Jesucristo.
Romper el velo entre el espíritu y la carne
Pablo escribió acerca de una barrera espiritual que naturalmente existe entre nosotros y la Palabra de Dios —una incompatibilidad entre nuestra mente humana natural y las verdades espirituales que nuestro Creador quiere compartir con nosotros. “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).
Existe un velo entre la humanidad y Dios que nos impide ver y entender las cosas espirituales, “el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará” (2 Corintios 3:14-16).
Sin la intervención de Dios, ninguno siente el deseo de acercarse a Cristo. Pero eso cambia cuando el Padre nos llama y nos acerca a Él. Dios comienza a levantar el velo que ni siquiera sabíamos que existía y comienza a mostrarnos verdades de las que ni siquiera sabíamos que nos estábamos perdiendo.
Pero la carne sigue siendo carne y el espíritu, espíritu. La hostilidad natural de nuestra naturaleza humana no desaparece automáticamente. La incompatibilidad entre nosotros y Dios sigue ahí.
¿Qué hacemos entonces?
Si no fuera por la misericordia de Dios, la respuesta sería “nada”. No hay nada que podamos hacer para cerrar esa brecha. Pero Dios nos provee de un camino:
“Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).
La benignidad de Dios nos guía al arrepentimiento (Romanos 2:4). Cuando reconocemos y nos arrepentimos de nuestros pecados —la “maldad” que Cristo identificó en aquellos que “nunca conoció”— el proceso del bautismo abre la puerta a otro regalo de Dios:
El Espíritu Santo.
Y cuando su Espíritu es puesto dentro de nosotros, nos transforma lentamente de adentro hacia afuera, ayudándonos a vencer hábitos pecaminosos, sacando nuestras imperfecciones humanas y ayudándonos a desarrollar un carácter justo y perfecto.
La revelación
Debido a estos cambios necesarios, el camino puede ser un poco turbulento cuando Dios empieza a llamarnos. Su llamamiento nos conduce a una transformación, una revelación de las cosas espirituales a través de su Espíritu (2 Corintios 3:18).
Dios quiere ayudarnos a ser como Él es. Quiere ofrecernos la eternidad: una vida sin fin como sus hijos e hijas, un futuro maravilloso, lleno de esperanza y propósito.
Obviamente podemos negarnos. Dios no nos obligará a recibir ese futuro. Él enciende la chispa, pero nosotros necesitamos alimentar el fuego. Él nos acerca, pero nosotros necesitamos dar un paso adelante. Él nos llama, pero nosotros debemos responder.
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”, dijo Jesús, pero ése no es el fin de la historia.
“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero” (Juan 6:44, énfasis añadido).
Cristo ya les había dicho algo parecido a las multitudes: “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero” (v. 40).
Si Dios lo está llamando, hay una razón.
Él tiene un futuro y una esperanza que compartir con usted.
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