Hay pocos temas tan controversiales como el aborto. Para los cristianos, es fácil ver que el aborto debe terminar —pero acabar con el aborto no es suficiente.
Si le mostrara un botón y le dijera que presionarlo acabaría con el aborto, ¿qué haría usted?
Pienso que la mayoría de los cristianos que conozco lo presionaría sin pensar.
Pero, si usted presionara el botón —si decidiera acabar con el aborto de una vez por todas— ¿haría eso del mundo un lugar mejor?
¿Está seguro?
El aumento y la caída del crimen en Estados Unidos
En la década de los sesenta, los homicidios en los Estados Unidos comenzaron a aumentar.
Y aumentar.
Y aumentar.
Y siguieron aumentando durante gran parte de la década. Aunque fluctuaron entre los setenta y ochenta, siguieron altos. Y no sólo fueron los homicidios, también las violaciones, el vandalismo, los asaltos y todo el crimen.
A principios de los noventa, las cifras comenzaban a aumentar aún más. Las personas tenían miedo. No se sentían a salvo. Los noticieros y los políticos de ambos lados del espectro político estaban alarmando a todo el mundo: se acercaba una nueva ola de crimen; parecía obvio que las cosas pronto iban a empeorar, y mucho.
Pero luego… no lo hicieron.
En lugar de aumentar, la tasa de criminalidad comenzó a caer. A fines de los noventa, los homicidios disminuyeron a los niveles que había en los sesenta. Contra todo pronóstico, la vida en los Estados Unidos se volvió más segura de lo que había sido en mucho, mucho tiempo. Pero nadie sabía realmente por qué.
Identificando las variables
Había algunas ideas, por supuesto; y como todo lo que sucede a nivel nacional, los factores en juego eran más de los que se podían medir. La economía estaba mejorando; la epidemia del crac estaba terminando; los esfuerzos de la policía se estaban intensificando; y el plomo (que ha sido relacionado con problemas cognitivos y de comportamiento) lo estaba sacando de la gasolina. Numerosas variables de todo tipo estaban teniendo un impacto en el crimen de formas que era difícil cuantificar.
Luego, en el 2001, John Donohue y Steven Levitt, dos economistas, publicaron un documento que conectaba hasta la mitad de la caída del crimen a una variable que nadie había considerado —y resultó que nadie quería considerar:
El aborto.
La conexión entre el aborto y el crimen
Cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos legalizó el aborto en 1973 con el caso Roe vs. Wade, la tasa de aborto aumentó rápidamente. Pero, ¿en cuál segmento de la población? Donohue y Levitt observaron que “las adolescentes, las mujeres solteras y las mujeres de escasos recursos tienen muchas más probabilidades de buscar un aborto” (“The Impact of Legalized Abortion on Crime” [El impacto del aborto legalizado sobre el crimen]). También encontraron que “los hijos de estas madres tienen mayor riesgo de cometer crímenes durante la adolescencia” (ibídem).
Probablemente se imagina hacia dónde vamos con esto —y probablemente comienza a sentirse incómodo.
Y debería.
Donohue y Levitt hicieron más conexiones: “Las edades de más violencia criminal son entre los 18 y 24 años, y el crimen comienza a bajar cerca de 1992, cuando la primera generación de nacidos bajo la ley Roe vs. Wade llegaría a su plenitud criminal” (ibídem).
La evidencia está ahí. Hay una correlación: la caída del crimen encaja con el aumento de abortos casi dos décadas antes. Hay causalidad: los estados con mayor tasa de abortos experimentaron una caída más pronunciada de crimen que los estados con menor tasa de abortos. Los estados que legalizaron el aborto antes de Roe vs. Wade experimentaron la caída antes.
Parecía que todo apuntaba a la misma conclusión: en los Estados Unidos, la legalización del aborto redujo el crimen.
“Todos lo odiaron”
Si esa frase no le molesta, probablemente es parte de la minoría. Hubo mucha oposición a la conclusión de Donohue y Levitt.
Tanto el rey David como el profeta Jeremías y el apóstol Pablo escribieron acerca de la relación que Dios tenía con ellos desde antes de nacer.
A pesar de (o tal vez debido a) esa oposición, Levitt revisaría sus resultados varias veces en las décadas siguientes —en otro artículo (“Understanding Why Crime Fell in the 1990s: Four Factors That Explain the Decline and Six That Do Not” [¿Por qué el crimen cayó en los noventa: cuatro factores que explican la caída y seis que no], 2004), en el capítulo de un libro (Freakonomics), en un artículo posterior con Donohue (“The Impact of Legalized Abortion on Crime Over the Last Two Decades” [El impacto del aborto legalizado en el crimen durante las últimas dos décadas]), e incluso en un podcast (Freakonomics Radio, “Abortion and Crime, Revisited” [El aborto y el crimen, revisado]).
En su podcast, Levitt recordó, “Todos lo odiaron. Quienes estaban a favor del derecho a la vida se molestaron porque nuestro argumento parecía respaldar la idea de que el aborto legalizado tenía efectos positivos. Pero muchos de quienes creían en el derecho a elegir también se molestaron porque les parecía que estábamos diciendo: ‘están matando a estos fetos para que no crezcan y se conviertan en criminales’. El número de amenazas de muerte que recibí de la izquierda de hecho fue mayor que las amenazas de la derecha” (ibídem).
Por un lado le molestaba la implicación de que la sociedad se beneficiaba del aborto; por el otro, la implicación de que los abortos estaban acabando con vidas humanas.
¿Qué dice la Biblia acerca del aborto?
La Biblia no habla del aborto explícitamente, pero no es difícil deducir cuál es la opinión de Dios al respecto:
El Sexto Mandamiento nos prohíbe quitarle la vida a otros seres humanos; y muchos versículos en la Biblia respaldan el hecho de que los fetos en el vientre son seres humanos.
Rebeca, embarazada de mellizos, se preocupaba cuando “los hijos luchaban dentro de ella” (Génesis 25:22), sólo para descubrir que “Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas” (v. 23; énfasis añadido). No se trataba de simples cúmulos de células —Dios ya estaba describiendo a los bebés como futuros patriarcas de grandes naciones.
Tanto el rey David como el profeta Jeremías y el apóstol Pablo escribieron acerca de la relación que Dios tenía con ellos desde antes de nacer. David escribió: “Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas” (Salmos 139:16). Dios le dijo a Jeremías: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué” (Jeremías 1:5). Y Pablo explicó que Dios “me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia” (Gálatas 1:15).
No se transformaron en seres humanos durante el proceso de su gestación; ya eran seres humanos.
Cuando María (embarazada de Jesucristo) visitó a su prima Elisabet (embarazada de Juan el Bautista), Elisabet exclamó que “la criatura saltó de alegría en mi vientre” (Lucas 1:44). Juan fue “lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre” (v. 15). ¿Y qué cristiano diría que Jesucristo no era humano antes de que María lo diera a luz?
Incluso las leyes del Antiguo Testamento aclaran la distinción:
“Si algunos riñeren, e hirieren a mujer embarazada, y ésta abortare, pero sin haber muerte, serán penados conforme a lo que les impusiere el marido de la mujer y juzgaren los jueces. Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe” (Éxodo 21:22-25).
Si un bebé que aún no ha nacido no fuera un ser humano vivo, entonces la idea de “vida por vida” sería ridícula. Pero aquí, en esta ley, creemos que Dios establece el hecho de que la vida de un niño no nacido vale lo mismo que la vida de un adulto.
El homicidio es pecado. El aborto es homicidio. El aborto es pecado.
Tengamos en cuenta la evidencia
Presionar el botón parece una decisión tan obvia. El aborto es uno de esos problemas que no deja mucho espacio para las áreas grises. Es cierto que se habla mucho de los casos extremos, pero la gran mayoría de los abortos en realidad son por conveniencia —un intento por evitar las consecuencias naturales de un acto consentido. Cada año, millones —millones— de bebés son asesinados, muchos de ellos despedazados en el vientre de su madre.
Es horrible.
Y Dios lo detesta.
Parece obvio que acabar con el aborto de una vez por todas haría del mundo un lugar mejor, un lugar más en consonancia con las leyes y la mente de Dios.
Sin embargo, a pesar de todo, existe mucha evidencia de que, sin el aborto legalizado, el crimen sería peor en los Estados Unidos.
Posiblemente mucho peor.
Un problema más profundo detrás del aborto
¿Cómo debemos analizar este asunto los cristianos? ¿Cuál es la lección?
¿Sería de alguna manera incorrecto acabar con el aborto? ¿Sería mejor dejar que continúe y aceptarlo como un mal necesario?
¡No! Por supuesto que no. El aborto es malo, y nunca es incorrecto acabar con algo malo.
Como cristianos, decimos que nos gustaría acabar con el aborto, y es verdad. Pero lo que realmente deseamos va más allá de eso. Deseamos un cambio de corazón. Deseamos ver al mundo transformado por el camino de vida de Dios.
Pero hay una lección importante aquí. Donohue y Levitt lo demostraron sin darse cuenta en su estudio del 2001, y como cristianos, deberíamos tenerlo muy en cuenta: el problema del aborto es más grande que el aborto.
Podemos enfocarnos tanto en la terrible realidad del aborto que no nos detenemos a pensar en que es sólo la punta del iceberg. Eliminarlo sólo revelaría algunos de los problemas más profundos y complejos que se esconden detrás.
Muchos de los bebés que ahora mueren en las clínicas de aborto crecerían en hogares sin amor donde son indeseados —incluso abusarían de ellos.
No podemos pretender que obligar a los papás a conservar a sus hijos garantiza una vida positiva para los niños. Y no podemos enfocarnos sólo en el hecho de que los niños tienen el derecho de vivir; también debemos pensar en su derecho de vivir una vida que valga la pena.
Los niños merecen una unidad familiar sólida y confiable. Merecen un hogar donde se sientan a salvo y amados. Merecen ser protegidos de las cosas horribles que hay en el mundo. Y, sobre todo, merecen guías amorosas y compasivas que les enseñen el camino de Dios, “estando en [su] casa, y andando por el camino, y al [acostarse], y cuando [se levanten]” (Deuteronomio 6:7).
El botón para detener los abortos no puede darles eso. Ninguna ley o decreto humano puede.
Pero hay Alguien que sí puede.
El fin del aborto
No hay ninguna duda al respecto: el botón debería ser presionado. Es necesario que sea presionado, y un día lo será.
Pero acabar con el aborto no es suficiente.
Como cristianos, decimos que nos gustaría acabar con el aborto, y es verdad. Pero lo que realmente deseamos va más allá de eso.
Deseamos un cambio de corazón. Deseamos ver al mundo transformado por el camino de vida de Dios —un mundo donde “no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Isaías 2:4), donde “se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente” (Miqueas 4:4).
Ese mundo, y ese cambio de corazón, vendrán. Un día, un ángel anunciará: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15). Jesucristo y sus santos comenzarán el proceso de crear un mundo donde “No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento del Eterno, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).
Los niños serán amados. Serán protegidos. Serán cuidados. Y en ese mundo donde no habrá guerra, donde nadie tendrá miedo, donde no se permitirá la destrucción, veremos algo hermoso: “las calles de la ciudad estarán llenas de muchachos y muchachas que jugarán en ellas” (Zacarías 8:5).
Recuadro: ¿Qué pasa si usted ya experimentó un aborto?
Si usted ya tuvo un aborto, no debe ser muy reconfortante leer un artículo acerca del terrible pecado que es el aborto.
Probablemente no necesita que la convenzan de ello; y probablemente busca una manera de seguir adelante y encontrar paz.
El apóstol Pablo les preguntó a los corintios: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos” (1 Corintios 6:9-11).
Estas palabras por sí solas no son muy animadoras. Son un recordatorio de que el pecado (todo pecado) nos impide entrar al Reino de Dios. Nos separa del Padre celestial y deteriora nuestra relación con Él.
Pero Pablo no dijo: “Y esto sois algunos”. Dijo erais: “esto erais algunos”.
Tiempo pasado. Etiquetas que antes fueron ciertas, pero ya no lo son. Algunos de los corintios habían sido así, pero ya no lo eran.
¿Por qué? ¿Qué cambió?
“…mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (v. 11).
Los pecados de los corintios habían quedado atrás. Habían sido perdonados, absueltos, y ahora estaban limpios a los ojos de Dios. Sus pecados pasados ya no los definían. Juan escribió: “si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
No “algunos pecados”.
No “los pecados que nos parecen perdonables”.
Todo pecado.
Santiago dice que “cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos” (Santiago 2:10) —un pensamiento para reflexionar, pero uno que el autor continúa diciendo que “la misericordia triunfa sobre el juicio” (v. 13).
Primero viene el juicio: todos somos culpables de pecado. La única forma de quitar esa culpa es a través del arrepentimiento —buscar el perdón de Dios y cambiar nuestra forma de vivir. Y cuando nos arrepentimos, la misericordia de Dios (un perdón inmerecido) triunfa sobre su juicio (el castigo que sí merecemos).
No hay pecado tan pequeño que no nos separe de Dios. Pero no hay pecado tan grande que Dios no lo pueda perdonar.
No hay pecado tan grande que Dios no lo pueda limpiar.
El arrepentimiento genuino y el bautismo son componentes fundamentales en el proceso de obtener el perdón por medio de la sangre de Cristo (Hechos 2:38). Puede aprender más acerca de esto en nuestro artículo “¿Qué es el perdón?”.
Debido a ese perdón, lo que usted hizo en el pasado no tiene que ser parte de lo que es ahora. Esto no significa que usted olvidará el pasado o que nunca volverá a lamentarse por él. Pero lo que ha hecho no debe convertirse en una carga de autodesprecio que Dios espera que cargue como una penitencia continua.
La pena por nuestros pecados —todos nuestros pecados— ha sido pagada. El camino para seguir avanzando está ante nosotros y Dios nos espera con sus brazos abiertos.