Este mundo está lleno de injusticia y los cristianos tienen muchas ideas acerca de cómo lidiar con ella. ¿Cómo dice Dios que debemos enfrentar la injusticia?
Nuestro mundo está enfermo.
Para ser más exactos: nuestro mundo está enfermo y no será sanado hasta que Jesucristo regrese para establecer el Reino de Dios en la Tierra. Ésta es una enseñanza fundamental de la Biblia.
Incontables generaciones han ignorado o se han rebelado abiertamente contra los mandamientos de Dios —las instrucciones divinas que nos muestran la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal. Así que ahora, el mundo está a punto de colapsar por las consecuencias y no es la primera vez.
Hace miles de años, cuando Isaías observó al pueblo de Israel, dijo: “¡Oh gente pecadora, pueblo cargado de maldad, generación de malignos, hijos depravados! Dejaron al Eterno, provocaron a ira al Santo de Israel, se volvieron atrás. ¿Por qué querréis ser castigados aún? ¿Todavía os rebelaréis? Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga” (Isaías 1:4-6).
Toda cabeza está enferma y todo corazón doliente. Ni siquiera el pueblo de Dios puede legislar o imponer la clase de cambios que este mundo realmente necesita:
Un cambio de corazón. Arrepentimiento (vea “¿Qué es el arrepentimiento?”). El fin definitivo de la influencia de Satanás el diablo. Entendimiento y aceptación de los principios espirituales que conducen a la verdadera paz, justicia y prosperidad.
Estos cambios van a ocurrir. La raza humana verá las verdades espirituales que ahora se esconden de sus ojos.
Pero no todavía. Eso ocurrirá después.
Dos posturas ante la injusticia
Entonces, ¿qué debe hacer un cristiano en el entretanto?
Estamos aquí, viviendo en un mundo en el que Cristo quiere que estemos sin que seamos parte de él (Juan 17:16-18). Somos ciudadanos de un Reino lejano (Filipenses 3:20), extranjeros y peregrinos esperando una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios (Hebreos 11:10, 13-16).
¿Qué se supone que hagamos cuando nos enfrentemos a una injusticia?
Hay dos posturas obvias que estaremos tentados a tomar.
La primera es hacer algo al respecto: unirnos a un movimiento para promover un cambio, sabiendo que vivimos en un sistema enfermo y construido sobre valores incompatibles con el camino de Dios. Podemos tener la esperanza de que vamos a producir un cambio positivo sin comprometer demasiadas de nuestras creencias cristianas.
La segunda postura es hacernos a un lado y ver al mundo arder. Sabiendo lo que sabemos —que no podemos arreglar el mundo y que todo está destinado a empeorar antes de mejorar— puede ser atractivo absolvernos a nosotros mismos de toda responsabilidad. Las cosas están mal, ¿y qué? No podemos hacer nada al respecto.
La Biblia dice que debemos ayudar
¿Puede ver el problema con estas dos posturas?
Son dos trampas que presentan una falsa dicotomía: o nos ponemos manos a la obra y nos dedicamos a trabajar para hacer de este mundo un lugar mejor, o nos lavamos las manos y observamos impávidos mientras todo se derrumba.
Pero ésas no son las únicas opciones. La postura que Dios espera que tomemos es un punto intermedio entre los dos extremos.
Nadie podría decir que la Biblia nos incita a ignorar el sufrimiento de otros. La parábola del buen samaritano —donde un hombre herido es ignorado por sus compatriotas y rescatado por un marginado social (Lucas 10:25-37)— ilustra el significado del mandamiento acerca de “[amar] a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18), recordándonos que todos son nuestro prójimo.
Juan nos anima a que “no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:18).
Asaf el salmista dijo que Dios busca a quienes “[defienden] al débil y al huérfano; [hacen] justicia al afligido y al menesteroso. [Liberan] al afligido y al necesitado; libradlo de mano de los impíos” (Salmos 82:3-4). E Isaías reitera: “aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda” (Isaías 1:17).
Pablo además escribió: “según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10, énfasis añadido).
Así que es innegable: un cristiano que cierra los ojos ante las injusticias que otros sufren no entiende la esencia de lo que es el cristianismo.
La Biblia dice que no podemos cambiar el mundo
Pero tampoco podemos negar esto: un cristiano que busca reformar las instituciones de este mundo para que estén en armonía con las leyes de Dios también está perdiendo de vista lo que significa ser cristiano.
“Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios”, escribió Santiago (Santiago 4:4). “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo”, nos dice Juan (1 Juan 2:16). “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”, escribió Pablo (Romanos 8:7, énfasis añadido).
Tratar de reformar el “presente siglo malo” (Gálatas 1:4) es ignorar la categórica verdad que Jesús compartió con Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían... pero mi reino no es de aquí” (Juan 18:36).
Las leyes de Dios no se pueden integrar a este mundo, porque se le oponen. “Casi bien” sigue estando mal. Si no vivimos “de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4), nada funcionará como debe. Y hasta que el Reino de Dios sea establecido en la Tierra, tratar de hacer esa clase de cambios será un ejercicio inútil.
Lo que nos lleva otra vez a la pregunta: ¿qué debe hacer un cristiano acerca de la injusticia?
Lecciones del buen samaritano
La respuesta, el equilibrio entre los dos extremos es: lo que podamos, cuando podamos.
Nuestras palabras y acciones no pueden alejar al mundo del borde del precipicio. Pero sí pueden marcar la diferencia en nuestras interacciones con los demás.
No, usted no puede arreglar los sistemas defectuosos de este mundo. No puede parcharlos selectivamente con principios bíblicos. Y no existe ningún político o movimiento capaz de producir el cambio que necesitamos al cual valga la pena apoyar.
Pero sí puede ayudar “a quien es debido” (Proverbios 3:27). Puede “[abrir su] boca por el mudo… [juzgar] con justicia, y [defender] la causa del pobre y del menesteroso” (Proverbios 31:8-9).
Cuando somos testigos de una injusticia en la que podemos intervenir —tal vez racismo u otras formas de prejuicio— cuando veamos que otros son maltratados, ridiculizados, insultados, abusados o pisoteados por personas más grandes y fuertes, debemos intervenir y ayudar (o tal vez llamar a las autoridades si vemos que la situación es peligrosa).
Si queremos un ejemplo práctico de cómo llevar esto a la acción, la parábola del buen samaritano es un excelente lugar para comenzar. El héroe de esta historia no intentó reformar el sistema de justicia romano ni hizo una campaña para promover un cambio social. Simplemente actuó e hizo lo que ni los compatriotas del herido quisieron hacer:
“Viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese” (Lucas 10:33-35).
El samaritano ayudó. No intentó arreglar la raíz de la injusticia, pero ayudó a una de sus víctimas.
Y Jesús concluyó la parábola con la orden de que nosotros debemos hacer lo mismo (Lucas 10:37).
¿Qué hacer mientras esperamos?
Nuestra intervención no cambiará el mundo. Tal vez ni siquiera cambie la situación inmediata. Pero como cristianos, somos ciudadanos de un Reino que algún día sí lo cambiará todo.
Cristo nos enseñó a orar diciendo: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). Pero también nos enseñó cómo debíamos comportarnos como ciudadanos de ese Reino ahora.
Orar es importante, pero Dios también espera que actuemos.
“Vosotros sois la luz del mundo”, les dijo Cristo a sus discípulos. “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:14-16).
¿Cómo debería enfrentar un cristiano la injusticia?
La respuesta no es unirse a un movimiento o apoyar a un candidato político. Amós dijo que cuando una sociedad menosprecia las leyes de Dios, “el prudente en tal tiempo calla, porque el tiempo es malo” (Amós 5:13). Nuestras palabras y acciones no pueden alejar al mundo del borde del precipicio. Pero sí pueden marcar la diferencia en nuestras interacciones con los demás.
Debemos dedicarnos a hacer las buenas obras que hagan que la gloria de nuestro Padre celestial sea algo imposible de ignorar; hacer el bien cuando tengamos oportunidad, reprender a los opresores, defender a los huérfanos y amparar a las viudas.
Es verdad: el mundo está deteriorado y no podemos arreglarlo.
Pero mientras esperamos el Reino de Dios que sí puede, debemos hacer lo que esté a nuestro alcance para mejorar un poco la vida de quienes nos rodean.