De la edición Noviembre/Diciembre 2022 de la revista Discernir

El poder de las palabras

La Biblia tiene mucho que decir acerca de las palabras que usamos. ¿Por qué? Entender el poder de las palabras es vital para un cristiano en progreso.

Las palabras tienen poder.

Bueno, algo así. El significado de las palabras tiene poder. Sin un significado, las palabras se reducen a una trama de formas y sonidos arbitrarios. Pero, cuando le damos significado a esas formas y sonidos, podemos hacer grandes cosas con ellos.

Las palabras que usted está leyendo, por ejemplo, ¿de dónde salieron?

Yo las escogí. Y mientras usted las lee, está siguiendo mi tren de pensamientos. Con sólo formas y sonidos, yo estoy tomando un pensamiento que existe sólo en mi mente y lo estoy compartiendo con usted.

Lo que las palabras pueden hacer

Pero las palabras no sólo comunican pensamientos.

Tienen la capacidad de cambiar cosas.

Si logro organizar mis acertijos de formas y sonidos de la manera correcta, tal vez pueda convencerlo de mirar cierto tema desde una perspectiva diferente.

Eso es increíble. Tal vez pueda incluso cambiar su forma de pensar acerca de algo. Con sólo palabras.

Las palabras pueden hacernos reír y pueden hacernos llorar. Pueden animarnos e inspirarnos, o pueden hacernos sentir deprimidos y sin valor. Las personas se casan a causa de palabras, y personas han matado por la misma razón.

Las palabras importan.

Lo que decimos —y la forma en que escogemos decirlo— importa.

El poder de la lengua

Pero éste no es un concepto nuevo. El rey Salomón lo comprendió hace mucho tiempo y lo dijo con un poco más de énfasis: “La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Proverbios 18:21).

La muerte y la vida.

¿Puede haber algo más extremo que estas posibilidades? A mí me parece que no. Tal vez por eso la Biblia dedica tanto espacio a explicar la capacidad que tienen nuestras palabras para hacer un bien increíble —o causar increíble daño.

Santiago dijo algo muy revelador acerca del tema: “la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (Santiago 3:6).

En realidad, Santiago dijo que la lengua es inflamada por el gehenna, una palabra griega que se usaba para describir el valle de Hinón, que funcionaba como un incinerador de basura perpetuo en las afueras de Jerusalén. Siempre había fuego en el valle de Hinón, quemando desperdicios, basura e incluso cuerpos muertos que venían de la ciudad.

En otras palabras, en su peor versión, la lengua no es mucho mejor que un montón de desperdicios que se están quemando.

¿Deberíamos dejar de hablar?

¿Qué significa esto para un cristiano en progreso?

¿Deberíamos simplemente dejar de hablar? ¿No abrir nunca la boca para no arriesgarnos a encender los fuegos del infierno?

¿Qué palabras edificarán a quienes nos están escuchando? ¿Qué palabras les parecerán soeces e inapropiadas?Pues, no. Pero sí debemos ser muy cuidadosos con las palabras que salen de nuestra boca. Santiago también dijo: “todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse” (Santiago 1:19). Si no pensamos bien las cosas que decimos, es muy fácil empezar incendios que después no podremos apagar.

Pero la lengua no sólo tiene la capacidad de destruir. El proverbio de Salomón dice más al respecto: “Del fruto de la boca del hombre se llenará su vientre; se saciará del producto de sus labios. La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos” (Proverbios 18:20-21).

Existe algo más grande detrás de las palabras que salen de nuestra boca. El verdadero problema no es la lengua.

Es el corazón.

Cómo nuestro corazón afecta nuestras palabras

Refiriéndose al fruto de nuestros labios, Jesús dijo: “O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el árbol malo, y su fruto malo; porque por el fruto se conoce el árbol. ¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? Porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas. Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12:33-37).

Nuestras palabras reflejan lo que hay en nuestro corazón. Y, aunque tal vez tengamos cierto éxito cuando nos autocensuramos —tratando de que ningún mal pensamiento pase la barrera de nuestra boca— la verdad es que a Dios le importa mucho más “lo íntimo del corazón” (1 Pedro 3:4, Nueva Versión Internacional). Dios puede ver más allá de cualquier máscara y sabe cuándo intentamos engañarlo.

Como cristianos en progreso, nuestra meta debe ser no sólo que nuestras palabras suenen bien, sino ser buenos. Si nuestras palabras tienden a reflejar lo que hay en nuestro corazón, entonces nuestro trabajo es tener mucho cuidado con la clase de tesoro que ponemos ahí.

¿Qué es importante para nosotros? ¿En qué invertimos nuestro tiempo? ¿En cosas verdaderas, honestas, justas, puras, amables, de buen nombre, virtuosas y dignas de alabanza (compare con Filipenses 4:8; también vea la serie de entradas de blog que comienzan con “Medite en estas cosas: ‘Todo lo que es verdadero’”)? ¿O usamos el tiempo en algo diferente? Tarde o temprano, el tesoro de nuestro corazón se manifestará a través de nuestras palabras.

Debemos elegir nuestras palabras con cuidado

Pablo dice que saquemos las “palabras deshonestas de vuestra boca” (Colosenses 3:8) y evitemos las “palabras indecentes, conversaciones necias [y] chistes groseros” (Efesios 5:4, Nueva Versión Internacional).

A veces, evitar las obscenidades o groserías puede parecer casi arbitrario. Dios no nos da una lista específica de vulgaridades que no podemos decir, así que a menudo es la sociedad y la cultura que nos rodea lo que determina qué palabras son inapropiadas. En unos cientos de años, una palabra que significaba un insulto puede convertirse en un halago, y una palabra que antes era inocente puede llegar a ser muy ofensiva.

Si las palabras son sólo una trama de formas y sonidos, ¿por qué debería importarnos cómo las perciben los demás?

Porque las palabras tienen poder. Ese entramado de formas y sonidos tiene significados, y esos significados son compartidos por todos. Las palabras nos permiten comunicarnos de maneras que no lo podríamos lograr de otra manera.

Por eso la Biblia dice: “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal” (Colosenses 4:6). “Ninguna palabra corrompida [o ‘conversación obscena’, Nueva Versión Internacional] salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29).

Las personas con las que hablamos percibirán nuestras palabras de cierta forma. Y, aun cuando no hay nada inherentemente mal con lo que decimos, debemos tomar esa percepción en consideración. ¿Qué palabras edificarán a quienes nos están escuchando? ¿Qué palabras les parecerán soeces e inapropiadas?

Pero más que eso, entender el poder de las palabras debería cambiar lo que dejamos entrar en nuestras vidas y corazones. ¿Nos gustan las cosas llenas de lenguaje obsceno, bromas vulgares y conversaciones inapropiadas? Con el tiempo, esas palabras se convertirán en nuestras palabras; y aún peor, los pensamientos detrás de esas palabras se convertirán en nuestros pensamientos.

Dios no quiere eso. Y nosotros tampoco deberíamos.

Del tesoro al corazón, del corazón a las palabras

Como discípulos de Jesucristo, nuestro tesoro deben ser las verdades y promesas de Dios. El salmista escribió: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmos 119:11). La Palabra de Dios era un tesoro para él y también debe serlo para nosotros.

Si nos aferramos a ese tesoro e interactuamos con él constantemente, Dios lo usará para comenzar a cambiar nuestros corazones. Y cuando nuestro corazón cambie, nuestras palabras también lo harán. Mientras más vivamos como discípulos de Jesucristo, más hablaremos como tal.

Es por eso que a Dios le importan las palabras que usamos.

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