¿Por qué Jesucristo incluyó la frase “hágase tu voluntad” en la oración modelo que les enseñó a sus discípulos? ¿Qué estamos pidiendo exactamente cuando le decimos a Dios que haga su voluntad?
Cuando Jesucristo les enseñó a sus discípulos a orar, les dio un patrón que comienza con las siguientes palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:9-10).
Pero ¿qué implica esto? Cuando decimos “hágase tu voluntad”, ¿qué le estamos pidiendo a Dios exactamente? Y ¿cómo debería esto afectar las cosas por las que oramos y la manera en que las pedimos?
Tres categorías de la voluntad de Dios
Comprender la voluntad de Dios es una tarea colosal que supera las capacidades de cualquier ser humano. De hecho, Dios mismo nos dice claramente: “Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55:9).
Dios opera en un nivel tan superior al nuestro que sería difícil incluso entender la magnitud de sus planes —ni hablar de su maravilloso contenido. Pero lo que sí podemos hacer es examinar la voluntad de Dios en tres categorías un poco más manejables para nosotros: lo que Dios quiere que ocurra, lo que permite que ocurra, y lo que hará que ocurra.
Analizar estas tres categorías puede ayudarnos a entender mejor cuál es la voluntad de Dios y todo lo que implica. Y, por extensión, qué estamos pidiendo cuando oramos por que se haga su voluntad.
Lo que Dios quiere que ocurra
Dios nos revela lo que desea para nosotros a través de sus preceptos —sus mandamientos e instrucciones acerca de cómo espera que vivamos. (Esta categoría también se conoce como la voluntad preceptiva de Dios.)
Los Diez Mandamientos son un ejemplo importante de lo que Dios quiere que pase: que lo pongamos a Él primero. Que no adoremos ídolos. Que no usemos su nombre en vano. Que guardemos el día de reposo. Que honremos a nuestros padres. Que respetemos y preservemos las vidas de otros. Que respetemos el matrimonio como la institución santa que es. Que no tomemos lo que no es nuestro. Que seamos honestos. Que dejemos de desear lo que otros tienen.
En el Nuevo Testamento, Cristo resumió estos diez preceptos con otros dos mandamientos que había dado en el Antiguo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37, 39). Luego explicó: “De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (v. 40).
Eso es lo que Dios quiere para nosotros: que lo amemos a Él y a nuestro prójimo, y sus preceptos nos muestran exactamente cómo hacerlo. Cuando le obedecemos, seguimos el estilo de vida que Él quiere que vivamos. Y cuando pedimos “hágase tu voluntad”, parte de lo que estamos pidiéndole a Dios es que nos ayude a guardar los mandamientos que nos enseña a través de la Biblia.
No podemos pedirle a Dios que se haga su voluntad si ignoramos esa voluntad en nuestra propia vida.
Lo que Dios permite que pase
Hay algunas cosas que Dios permite que ocurran. (Esta categoría también se conoce como la voluntad permisiva de Dios.)
Obviamente, los mandamientos de Dios (lo que Él desea para nosotros) pueden ser ignorados. Dios dice que no matemos, pero la gente mata. Dice que no mintamos, pero la gente miente. Dios quiere que le obedezcamos y hagamos su voluntad —de hecho, nos lo ordena— pero no nos obliga a hacerlo.
Cuando Dios nos dio libre albedrío, también nos dio la capacidad de ignorar sus instrucciones. Él permite que le desobedezcamos. Es cierto que existe una pena final por esa desobediencia, pero aun así nos da la opción.
Cuando la nación de Judá se estaba alejando más y más de Él, Dios les envió una seria advertencia a través de Jeremías: “Esta es la nación que no escuchó la voz del Eterno su Dios, ni admitió corrección... Porque los hijos de Judá han hecho lo malo ante mis ojos, dice el Eterno; pusieron sus abominaciones en la casa sobre la cual fue invocado mi nombre, amancillándola. Y han edificado los lugares altos de Tofet, que está en el valle del hijo de Hinom, para quemar al fuego a sus hijos y a sus hijas, cosa que yo no les mandé, ni subió en mi corazón” (Jeremías 7:28, 30-31).
Dios aquí estaba permitiendo algo que contradecía su voluntad preceptiva. Odiaba lo que el pueblo de Judá estaba haciendo, pero no los detuvo de manera sobrenatural, si no que les dio una elección. Y ellos eligieron un camino terrible.
Comprender cómo estos dos aspectos de la voluntad de Dios pueden coexistir nos ayuda a entender mejor por qué existe la maldad en el mundo. Aunque no es eso lo que Dios desea, Él nos permite tomar decisiones propias.
Cuando oramos “hágase tu voluntad”, le estamos diciendo a Dios que queremos someternos a lo que Él permite —que confiamos en que, cuando Él decide no intervenir para detener la maldad, tiene una razón para ello y se encargará de la situación en el momento y de la manera apropiados.
Lo que Dios hará que ocurra
Una tercera categoría de la voluntad de Dios tiene que ver con los eventos futuros que Dios hará que ocurran. A diferencia de lo que Él desea y permite, cuando Dios decreta algo, es porque Él mismo se encargará de que suceda. (Esta categoría también se conoce como la voluntad declarativa de Dios.)
“Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Isaías 46:9-10).
Cuando Dios creó la Tierra, dijo: “Sea la luz; y fue la luz” (Génesis 1:3).
Y cuando envió a Jeremías para advertirle a Judá, prometió: “haré cesar de las ciudades de Judá, y de las calles de Jerusalén, la voz de gozo y la voz de alegría, la voz del esposo y la voz de la esposa; porque la tierra será desolada” (Jeremías 7:34). Eventualmente, eso fue justo lo que sucedió.
Pero una de las declaraciones más importantes de Dios tiene que ver con su futuro Reino, un tiempo en el que “el tabernáculo de Dios [estará] con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:3-4).
Cuando oramos “hágase tu voluntad” también le estamos pidiendo a Dios que lleve a cabo todos sus deseos —que haga todo lo que ha prometido hacer.
Cuando oramos “hágase tu voluntad” también le estamos pidiendo a Dios que lleve a cabo todos sus deseos —que haga todo lo que ha prometido hacer.
Por eso pedimos: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Deseamos que se establezca el Reino donde “para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio” (Isaías 32:1), donde los males del mundo presente terminarán de una vez por todas como Dios lo ha prometido.
“No se haga mi voluntad, sino la tuya”
Cuando se acercaba el momento de su crucifixión, Cristo no deseaba experimentar el increíble dolor y sufrimiento que le esperaban. De hecho, le pidió a Dios: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42, énfasis añadido).
Es bueno e importante hacer “conocidas [nuestras] peticiones delante de Dios” (Filipenses 4:6). Dios está atento a nosotros y le encanta “[dar] buenas cosas a los que le pidan” (Mateo 7:11). Pero cuando Cristo les enseñó a sus discípulos a orar, incluyó esta importante petición: “hágase tu voluntad”.
Aunque no necesitamos usar exactamente esas palabras, ésa debe ser nuestra actitud: entender y reconocer que nuestra voluntad puede estar en conflicto con la de Dios. Tal vez oremos por sanidad inmediata, pero Dios permita la muerte. Tal vez oremos por paz ahora, pero Dios permita noches en vela. Tal vez oremos por una rápida intervención, pero Dios permita que una dura prueba continúe.
Los momentos así son difíciles. Ponen a prueba nuestra fe y confianza en Dios. Pero Jesucristo nos dio el ejemplo: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Dios establecerá un Reino que transformará al mundo en un lugar hermoso para siempre; y aunque no entendamos todo lo que Él decide hacer y permitir en el camino, nuestro trabajo es confiar en su voluntad.
Eso es lo que realmente implica pedir “hágase tu voluntad”: aprender a querer lo que Dios quiere, aceptar lo que Dios permite y seguir a Dios hacia el futuro que promete.
Si desea entender mejor por qué un Dios amoroso y omnipotente permite que exista la maldad en el mundo, no dude en leer nuestro Viaje de siete días “El problema de la maldad”.