Hogar.
Esta palabra puede significar muchas cosas dependiendo de cada persona.
Mi esposa y yo compramos nuestra primera casa hace poco, y para nosotros ése es nuestro hogar. Es el lugar donde podemos recostar nuestra cabeza, relajarnos y ser nosotros mismos; el lugar a donde queremos regresar después de un largo viaje, no por el hecho de ser una casa, sino porque es un hogar.
Nuestro hogar.
El edificio en sí no es lo que importa. Un hogar puede ser un apartamento o incluso una choza. De hecho, ni siquiera tiene por qué ser una construcción. Para Mary y para mí, nuestro hogar también pueden ser Virginia o Massachusetts —los estados en los que crecimos y donde están nuestros seres queridos y memorias de la niñez.
Un “hogar” puede tener muchas formas y aspectos. Pero, a fin de cuentas, es donde plantamos nuestra bandera y decimos: “Aquí pertenezco”.
Excepto… ¿qué pasa cuando no pertenecemos?
Lejos del hogar
Los seguidores de Dios tienen un largo historial de no encajar en su entorno —de no pertenecer del todo. Cuando Abraham entró a la Tierra Prometida, lo hizo como “forastero y advenedizo” (Génesis 23:4, Reina Valera Actualizada 2015). Y siglos después, Dios sacó de la esclavitud a la nación de Israel —descendientes del patriarca— para introducirla en esa misma tierra con un recordatorio: “la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo” (Levítico 25:23). Más tarde, uno de los reyes más prominentes de Israel admitió ante Dios: “forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres” (Salmos 39:12).
Es una palabra interesante, advenedizo; una palabra antigua que ya no usamos mucho. Pero 'advenedizo' se refiere simplemente a alguien que vive lejos de su hogar. Si usted va a visitar a un amigo por una semana, por ejemplo, es un advenedizo en su casa. Si estudia en la universidad, puede que sea un advenedizo en un apartamento del campus. Y si es Abraham, moviéndose de aquí para allá y viviendo en tiendas, es un advenedizo también.
Abraham, sin duda, tenía razones para llamarse advenedizo. Cuando Dios le dijo que se dirigiera a la Tierra Prometida, tuvo que dejar su hogar atrás y convertirse en una especie de nómada. Pero, ¿qué hay de Israel, la nación que heredó y vivió en la tierra que Dios le prometió a Abraham? ¿Y de David, un rey de Israel que vivió en su palacio en medio del pueblo de Dios? ¿Cómo es que ellos eran advenedizos en su propia tierra —su propio hogar?
En busca de una patria
El autor del libro de Hebreos dedica varios versículos a hombres y mujeres de fe que siguieron a Dios y se mantuvieron fieles a su llamado aún en los momentos difíciles.
Abraham fue uno de ellos. También su esposa Sara. También Moisés, quien guió a los israelitas a la Tierra Prometida. Y también David, un hombre conforme al corazón de Dios (Hechos 13:22).
Todos estos héroes de la Biblia “Conforme a la fe murieron… y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11:13).
Extranjeros y peregrinos. Advenedizos sobre la Tierra. Ésa es la clave del rompecabezas. La mayoría de los forasteros tiene su hogar en otra ciudad, otro estado u otro país. Pero los advenedizos de Hebreos 11 tenían su hogar en otro mundo —un Reino que está por venir. Veían su vida en esta Tierra como un tiempo lejos de su verdadero hogar.
Pero, ¿por qué?
El pasaje continúa: “Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (vv. 14-16).
Cuando el autor de Hebreos habló de “una patria”, usó la palabra griega patris, que se refiere a una “tierra natal”. En otras palabras, los hombres y mujeres de Hebreos 11 no sólo buscaban un lugar para llamarlo hogar; buscaban algo específico. Buscaban su patria, su tierra natal —el lugar donde podían plantar su bandera y decir: “aquí pertenezco”.
Aceptando la dicotomía
Ser cristianos implica aceptar una dicotomía muy particular:
Nuestro hogar no está en este mundo.
Nacemos en este mundo, vivimos en este mundo y, a no ser que haya grandes avances en los viajes al espacio, moriremos en este mundo.
Pero este mundo no es nuestro hogar. No es el lugar donde debemos plantar nuestra bandera.
Hay varios lugares físicos a los que Mary y yo llamamos “hogar”. Pero ambos sabemos que todos ellos son temporales. Son lugares que hemos llegado a querer y apreciar durante nuestro paso por esta Tierra, pero nuestro verdadero hogar, nuestra patris, está en un sitio al que ninguno de los dos ha ido.
Aunque sí tenemos una idea de cómo es.
Calles de oro
La Biblia ofrece descripciones hermosas de la nueva Tierra y ciudad que Dios está preparando para su pueblo. Tendrá 12 cimientos, todos adornados con piedras preciosas (Apocalipsis 21:19-20). Sus calles estarán hechas del oro más puro. Sus 12 puertas serán enormes perlas custodiadas por ángeles (vv. 12, 21); y un río correrá a través de ella con aguas tan puras y claras como el cristal (Apocalipsis 22:1).
Una imagen impresionante, ¿no? Pero la verdad es que no me interesa tanto la apariencia de la ciudad como lo que habrá en su interior. Es eso lo que realmente la destaca:
Dios el Padre y Jesucristo no tendrán un templo en esta ciudad porque ambos vivirán allí, y su sola presencia será más luminosa que el sol y la luna (Apocalipsis 21:22-23). Ambos tendrán una relación personal y cercana con todos los habitantes de la ciudad, porque “el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.” (Apocalipsis 21:3-4).
No más dolor. No más tristeza. No más llanto. Esta ciudad, el Reino de Dios, será distinta de cualquier cosa que hayamos visto antes. ¿Quiénes la habitarán? “Los que guardan sus mandamientos [de Dios]” (Apocalipsis 22:14, Reina-Valera Antigua). Todo el que se comprometa a vivir según el perfecto camino de Dios tendrá un lugar en ese Reino que estará fundamentado en sus leyes.
Así es como se ve nuestro hogar.
El “regreso” a casa
Abraham, Moisés, David y los demás héroes de la fe murieron sin poner un pie en el hogar hacia el cual marchaban. Pero murieron “Conforme a la fe… sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11:13).
Nuestra vida en este mundo —esta sociedad, esta era de desgobierno humano— es temporal. Somos advenedizos nos guste o no, y eventualmente dejaremos de serlo. Si estamos dispuestos a aceptarlo —a esperar “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10) como lo hizo Abraham— entonces usted y yo nos uniremos a las filas de los héroes que vivieron antes que nosotros esperando por las promesas.
Esperando por su hogar.
Un día esa ciudad vendrá. La Nueva Jerusalén descenderá “del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido” (Apocalipsis 21:2). Y ese día, Dios nos dirá a nosotros y a todos sus hijos a través de las épocas:
“Bienvenidos a casa. Es aquí donde pertenecen”.
Para descubrir más acerca de cómo hacer del Reino de Dios su prioridad, lea el artículo “Buscad primero el Reino de Dios”. Y para comprender mejor lo que la Biblia dice acerca de la recompensa de los santos y por qué no es lo que la mayoría piensa, vea “¿Qué es el cielo?”.