Las sombras envolvían las tinieblas y la oscuridad con una inquietante quietud. Durante tres horas los cielos habían estado extrañamente oscuros. Había un presagio oscuro, una sensación de pérdida en estas tinieblas.
Y, sin embargo, junto con esta capa de oscuridad, había una expectativa especial en los espectadores. La figura central de su atención era el Rabí. Él estaba colgando en el madero, ensangrentado y azotado, en medio de dos violentos criminales.
Luego, Él clamó a gran voz. Las palabras brotaron, pero no en el tono suave de una conversación cotidiana. Estas palabras sonaron con una urgencia apasionada.
Jesús clamó: “Elí, Elí, ¿lama sabactani?”
Súbitamente, Jesús exclamó: “Elí, Elí, ¿lama sabactani?” (Mateo 27:46). Tanto Mateo como Marcos tienen registro de estas palabras en arameo, citadas del Salmo 22:1, junto con su claro significado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”(NTV).
Estas palabras parecían estar en el aire, llenas de dolor y de aislamiento. Súbitamente, Jesús volvió a exclamar y murió.
La misteriosa quietud entonces se terminó. La tierra se estremeció violentamente, aún con un rugido que parecía surgir de lo profundo de la Tierra. En el mismo momento, el velo del templo se rasgó, de arriba abajo (v. 51; Marcos 15:37-38). El presentimiento se convirtió en temor en toda la ciudad.
Ésta es la forma en la que Jesús murió hace cerca de 2.000 años. ¿Por qué? ¿Por qué ocurrió un terremoto en el mismo momento en que Él exhaló su último suspiro? ¿Por qué el velo del templo se partió en dos, justo en ese instante? Y ¿por qué el Padre olvidó temporalmente a su Hijo sin pecado, en los últimos momentos de una agonía brutal e increíble?
Las respuestas a estas tres preguntas señalan al mismo propósito de nuestro Dios y Padre.
Terremotos en las Escrituras
En nuestro mundo moderno, científico, entendemos que los terremotos son un fenómeno natural que ocurre. No entendemos totalmente los mecanismos geológicos que producen los terremotos, pero en el siglo pasado, hemos aprendido bastante. Muchos de nosotros pensamos que los terremotos son algo peligroso, pero los consideramos una parte del mundo natural.
Hemos olvidado que los terremotos pueden tener un significado más profundo. En las Escrituras, los terremotos aparecen con frecuencia como una manifestación de la presencia de Dios.
Después de que Israel saliera de Egipto, y cruzara el mar Rojo, el pueblo llegó al monte Sinaí en el tercer mes (Éxodo 19:1-2). Por medio de Moisés, Dios instruyó al pueblo acerca de cómo necesitaban prepararse ellos mismos para una ceremonia en la cual aceptarían el pacto de Dios.
Esta ceremonia se llevó a cabo después de que Dios manifestara su presencia por medio de “truenos y relámpagos, y espesa nube sobre el monte, y sonido de bocina muy fuerte” (v. 16). Todo el monte “humeaba” (v. 18). El mismo versículo nos dice la razón de estas señales: “Porque el Eterno había descendido sobre él en fuego”.
El momento en que es dada la ley en el monte Sinaí no es el único lugar en las Escrituras en donde se asocian los terremotos con la presencia de Dios. Durante el período de los jueces, Débora y Barac cantaron a Dios, al marchar a la batalla en favor de Israel: “…Cuando te marchaste de los campos de Edom, la tierra tembló” (Jueces 5:4). David también cantó en presencia de Dios, utilizando la misma imagen: “cuando anduviste [Dios] por el desierto, la tierra tembló” (Salmos 68:7-8).
La conexión entre los terremotos y la presencia de Dios era tan fuerte que Elías se sorprendió de no encontrar a Dios en un terremoto. Leemos que después de que la reina Jezabel amenazó con matarlo, él viajó al monte Horeb, otro nombre para el Sinaí. Para su sorpresa, él no encontró a Dios en un terremoto, sino en un silbo apacible (1 Reyes 19:8, 12).
Varios siglos después, los descorazonados judíos que fueron al exilio habían regresado a Jerusalén del cautiverio en Babilonia, estaban trabajando para reconstruir el templo. El profeta Hageo le reafirmó al pueblo, usando la imagen de la presencia de Dios en grandes terremotos.
“Así mi espíritu estará en medio de vosotros, no temáis. Porque así dice el Eterno de los ejércitos: De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca” (Hageo 2:5-6). El libro de Hebreos también cita a Hageo (Hebreos 12:26).
“Verdaderamente éste era hijo de Dios”
Un terremoto por sí mismo no necesariamente indica la presencia de Dios. Sin embargo, el terremoto en el mismo momento de la muerte de Cristo, sí lo hizo. Esa conmoción de la tierra apunta a la identidad del que murió.
Los inconversos soldados que estaban de guardia ciertamente entendieron el significado de la muerte que ellos habían acabado de presenciar: “El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran manera y dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54).
El velo del templo se rasgó en dos
Para entender el significado del rompimiento del velo, o cortina del templo, debemos primero entender algo acerca del arreglo del templo (y antes, el del tabernáculo).
El tabernáculo, que se convirtió en el modelo para el templo construido durante el reinado de Salomón, estaba dividido en dos cámaras. Para ir al tabernáculo, una persona tenía que entrar por un patio, cerrado por una pared de cortina.
El tabernáculo en sí tenía 27,5 metros de largo y 9,1 metros de ancho. Cuando el sacerdote entraba al tabernáculo, estaba de pie en el lugar santo, una cámara de 18,2 metros y 18,2 metros de profundidad. En el extremo más lejano estaba la cortina o velo, que separaba el lugar santo del Lugar Santísimo. Nadie podía entrar a la sala más pequeña, excepto el sumo sacerdote, y él entraba sólo una vez al año, en el día de Expiación (Hebreos 9:6-7).
El Lugar Santísmo albergaba el altar de oro del incienso y el arca del pacto (Hebreos 9:4). La parte de arriba del arca, con dos querubines dorados, era llamado el trono de misericordia. Este trono era la representación terrenal del trono celestial de Dios. Era allí donde Dios ocasionalmente manifestaba su presencia en una brillante nube de gloria.
El templo de Salomón y el templo que Herodes construyó años más tarde, tenían esta división en dos cámaras, aunque había otras cámaras más pequeñas construidas en las paredes que la rodeaban. El complejo del templo incluía una serie de paredes que separaban las secciones.
Había un patio para los gentiles, y de ahí no podían entrar más allá en el complejo del templo, no importa cuán piadosos o devotos fueran. También había un patio para las mujeres, a quienes se les negaba el mismo grado de acceso permitido a los hombres. Los hombres de Israel no podían entrar en el área reservada a los sacerdotes, y los sacerdotes no podían entrar en el Lugar Santísimo excepto para llevar a cabo sus funciones, que eran determinadas echando suertes.
Finalmente, el velo separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, que simbolizaba la presencia de Dios.
Todos los que estaban en Judea en el momento de la muerte de Jesús, entendían el significado de ese velo. Ese velo era lo que separaba al hombre pecador del Santo Dios. El velo limitaba el acceso al trono de Dios, su trono de gracia. Representaba su separación de la fuente de la vida.
El hecho es que, los humanos han sido cortados de Dios desde que Adán y Eva escogieron pecar y ¡fueron expulsados del jardín del Edén!
El significado de “¿por qué me has abandonado?”
¿Cuál era el propósito de Dios con el terremoto que estremeció a Jerusalén cuando Jesús exhaló su último aliento? ¿Por qué el velo del templo se rasgó en dos cuando Jesús murió? Y ¿por qué cuando Jesús agonizaba citó la súplica del rey David en Salmo 22:1: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (NTV).
¿Por qué el Padre brevemente abandonó a su hijo perfecto, sin pecado, en semejante momento de dificultad?
Todo esto fue por nosotros. Sabemos que Dios el Padre no tolera el pecado, que conlleva en sí la pena de muerte (Romanos 6:23). Sin la sangre sacrificial de Cristo, no tendríamos esperanza, pero tenemos esperanza porque Cristo murió en nuestro lugar.
Todavía hay más. El pecado no sólo nos trae la muerte, sino que además nos separa de Dios, tal como el pecado trajo la expulsión de Adán y Eva de la presencia de Dios en el jardín. El Padre no va a tolerar el pecado en su presencia. Isaías nos dice que: “pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isaías 59:2).
Debido a que el Padre “cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6), Él dejó a Jesús colgando en el madero solo en ese breve pero horrible momento justo antes de la muerte.
Debido a que el Padre “cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6), Él dejó a Jesús colgando en el madero solo en ese breve pero horrible momento justo antes de la muerte. Jesús murió por nuestros pecados, pero además sufrió la agonía de la separación de su Padre por causa nuestra.
Después de estar la eternidad en unidad perfecta y total con el Padre, el tremendo choque de estar separado de Él por el pecado que Él llevó sobre sí, podría haber hecho que Jesús se sintiera desamparado cuando moría en el madero (Mateo 27:46). Exclamar la frase registrada en Salmos 22:1, era el cumplimiento de ese versículo profético.
Nuestros pecados hicieron que nuestro Salvador sufriera el trauma de sentirse desamparado.
Pero la angustia de sentirse abandonado pronto fue eclipsada por la amorosa bienvenida y la gloria que recibió nuestro Salvador resucitado. Por su sacrificio, Jesús hizo posible que nosotros entráramos en la presencia de Dios. Así Jesús es llamado Emanuel, que significa: “Dios con nosotros” (Mateo 1:23, citando Isaías 7:14).
“Acerquémonos pues, confiadamente al trono de la gracia”
Cuando Jesús murió hace casi 2000 años atrás, el terremoto no fue una coincidencia. El temor se apoderó de los habitantes de Jerusalén, todos los que fueron testigos del gran poder de Dios. Tampoco la rasgadura del velo fue un accidente. Los sacerdotes, que horas antes habían conspirado en contra de Jesús, se enfrentaron ante la señal perturbadora del velo rasgado.
Para aquellos discípulos que habían presenciado la muerte de su Maestro y Señor, su súplica agonizante, ¿“Elí, Elí, lama sabactani?” fue una carga pesada en sus corazones. Sin entender todavía el significado de lo que habían visto y oído, ellos se lamentaban de su propia pérdida, así como de su separación de Jesús. En las semanas, meses y años por delante, los discípulos entendieron, y ahora nosotros también lo podemos hacer.
Como cristianos, hemos recibido un don maravilloso. No necesitamos acercarnos a Dios a través de un sacerdocio humano como intermediario. En vez de ello, nos podemos acercar directamente al Padre por medio de Cristo.
Es con esa confianza que se nos exhorta: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).