La Biblia no dice mucho acerca de la apariencia de Jesús, pero aún así podemos saber cómo era.
En la secundaria tuve una clase de Historia del Arte donde nos mostraron varias obras que intentaban retratar a Jesucristo. Estaba el Jesús medieval, el Jesús renacentista, el Jesús barroco —todas visiones diferentes del Hijo de Dios.
Pero, aunque parezca contraintuitivo para algunos, como cristiano no estoy interesado en especulaciones artísticas de Jesucristo. Mis objeciones al respecto son dos: primero, el segundo mandamiento prohíbe crear imágenes de Dios. Segundo, la Biblia no provee suficiente información acerca de la apariencia de Jesús, así que todos sus retratos son inciertos y de escasa utilidad.
Después de todo, ¿cómo se justifica un Jesús blanco, de pelo largo y con aire europeo cuando en realidad era judío y vivía en el Medio Oriente?
Lo cierto es que, la Biblia da muy pocos detalles acerca de la apariencia física de Jesús porque Dios lo quiso así.
El problema de intentar identificarnos
Saber cuál es la apariencia de alguien, es fundamental en nuestras relaciones humanas. Los rostros de nuestros amigos y conocidos están grabados en nuestra memoria.
Pero en el caso de Jesucristo, con quien los cristianos desean tener la relación más cercana, ese elemento visual no está presente. Los apóstoles pasaron tres años y medio a su lado durante su ministerio y pudieron describir lo que vieron con sus ojos, escucharon con sus oídos y tocaron con sus manos (1 Juan 1:1). Pero para nosotros, y la gran mayoría de los cristianos a través de la historia, el rostro de Jesús es un misterio.
Esto da paso a una pregunta importante: ¿por qué Dios decidió no incluir en su Palabra una descripción detallada de cómo se veía su Hijo?
Vale la pena considerar por qué la apariencia de Jesús, que algunos consideran muy importante, fue omitida por Dios en la Biblia.
Ver no es necesariamente creer
Juan 2:24-25 describe una debilidad humana particular. Para ese entonces, el ministerio de Jesucristo se estaba consolidando; predicaba con autoridad, hacía milagros y atraía multitudes que profesaban fervientemente creer en Él. El entusiasmo de las personas era palpable.
Durante 2.000 años, la mayoría de los cristianos ha pertenecido a un grupo que Jesús considera único: “bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29).
Pero, “Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (énfasis añadido).
El entusiasmo es una cosa, pero la verdadera convicción es otra. Cristo conocía las debilidades de la naturaleza humana; sabía que la “fe” de las multitudes no se basaba en el contenido de su mensaje o la fuerza de su carácter, sino en los milagros inmediatos y visibles que Él hacía. Su interés en Jesús se limitaba a las pruebas tangibles que Él les daba —lo que podían ver y sentir directamente.
Cristo sabía, y sabe, lo que hay en el hombre.
Éste es el patrón que se repite en el deseo de tener una fotografía o imagen de Jesús. Las personas buscan algo tangible para sentir que su convicción es más real, basada en lo que pueden ver y tocar.
Por lo tanto, los artistas crean imágenes de Jesús para hacerlo más real, para que la adoración de las personas parezca más sustancial. Pero, en realidad, sus imágenes sólo lo hacen más pequeño. Una imagen puede desviarnos de lo que Dios espera que hagamos: que conozcamos a Cristo de una forma mucho más profunda.
Como escribió Pablo: “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).
Dado que no tenemos retratos inspirados de Cristo ni muchos detalles acerca de su apariencia, Dios debe revelar a su Hijo de otras maneras, y usa esencialmente dos vehículos para ponernos en contacto con ese conocimiento.
Las Escrituras como una ventana
La primera forma en que conocemos a Jesús es a través de las Escrituras.
Los Evangelios son más que una historia en el arca del plan de Dios para la humanidad; son una ventana hacia la mente y el carácter de Cristo.
A través de las Escrituras aprendemos que Jesús era amable y cariñoso, que acogía a los niños en sus brazos cuando los discípulos trataban de alejarlos (Marcos 10:13-16). A través de la Biblia vemos su profunda compasión por los débiles y vulnerables. Entendemos que Jesús sentía compasión por quienes eran engañados y explotados por otros y los veía “como ovejas que no tienen pastor” (Mateo 9:36-37).
También leemos acerca de otras facetas de Cristo: valoraba el tiempo a solas y a menudo se apartaba para orar y meditar (Lucas 5:16; Marcos 1:35); le gustaba la compañía de otros (Lucas 7:34); se dirigía a grandes multitudes, pero también enseñaba en contextos íntimos y personales (Marcos 4:34; Juan 4:7-26).
Jesús era justo, pero también estaba lleno de misericordia. Era audaz y valiente (Juan 2:15-16), pero también amable y humilde (Mateo 11:29). Reflejaba a Dios el Padre en todo aspecto.
Ahora imagínese darle incluso al mejor artista del mundo la tarea de captar esta clase de carácter en un dibujo o una pintura. Es evidente que sería una tarea imposible. La mente y el carácter gloriosos de Jesús sencillamente no pueden ser plasmados gráficamente sin tergiversarlos o limitarlos.
No, no tenemos imágenes ni fotos de Jesús, pero tenemos algo mucho mejor: una forma más profunda de conocerlo. Tenemos el registro de su ejemplo personal.
Aprender haciendo
La segunda manera en que Dios transmite el precioso conocimiento de su Hijo es a través del Espíritu Santo.
En las Escrituras, se utilizan diferentes descripciones para ayudarnos a entender lo que el Espíritu de Dios puede lograr en la vida de un cristiano. Una de ellas es: “Espíritu de sabiduría y de entendimiento” (Isaías 11:2, Nueva Versión Internacional, énfasis añadido).
Los Evangelios son en esencia una colección de palabras. Nuestra responsabilidad es conectar esas palabras, formar conceptos, interiorizar sus significados y dejar que esto sea lo que guíe nuestra vida diaria.
Pero tenemos un desafío: siempre estaremos tentados a sacar conclusiones propias o seleccionar lo que queremos creer mientras ignoramos el resto. Esto significa que constantemente enfrentamos el peligro de imaginarnos a Cristo como nosotros queremos que sea, en lugar de verlo como realmente es.
Es aquí donde el Espíritu de entendimiento puede ayudarnos. Conocer las profundas verdades acerca de Jesús es un proceso gradual, pero Dios, a través de su Espíritu, nos da el discernimiento que necesitamos. Él nos da el entendimiento para hacer las conexiones correctas, llegar a las conclusiones apropiadas y formarnos una imagen fiel de Jesús —una que podemos esforzarnos por imitar.
Pero el papel del Espíritu para ayudarnos a conocer a Cristo va incluso más allá.
El apóstol Juan hizo una observación crucial: “en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Juan 2:3, énfasis añadido).
Una característica distintiva del Espíritu Santo es su poder para ayudarnos a obedecer a Dios (Romanos 8:4-5), lo cual nos permite conocer a Cristo de una manera mucho más profunda e íntima. Cuando obedecemos a Dios, la motivación que Jesús tuvo durante toda su vida, pasamos de tener un conocimiento intelectual del Hijo a conocerlo por experiencia.
En otras palabras, aprendemos haciendo.
Aunque podemos conocer a Jesús hasta cierto punto sólo leyendo las Escrituras, el aprendizaje real ocurre cuando usamos el Espíritu Santo para imitar su ejemplo en nuestra vida. Esto nos da un entendimiento personal de primera mano acerca de Él, una clase de conocimiento que actúa desde adentro hacia afuera.
Para quienes tenemos el Espíritu de Dios, conocer a Jesús significa realmente dejar que su ejemplo guíe la forma en que pensamos y actuamos. Significa ver cómo su carácter crece en nuestra propia vida a medida que lo seguimos.
Verdadero conocimiento de Dios
Durante 2.000 años, la mayoría de los cristianos ha pertenecido a un grupo que Jesús considera único: “bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29).
Nuestra fe en Jesús no se basa en interpretaciones artísticas superficiales; se basa en el fundamento eterno de la Palabra y el Espíritu de Dios.
No entenderemos por completo a Jesucristo sino hasta la resurrección, cuando nuestros cuerpos mortales sean transformados y finalmente veamos a nuestro Creador como realmente es; “cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2, énfasis añadido). Pero hasta que ese día llegue, su Palabra y su Espíritu son más que suficientes para darnos un conocimiento de Cristo, muy superior al que una imagen o fotografía podrían expresar.
Para ahondar más en este tema, lo invitamos a leer nuestro artículo en línea “¿Podría el verdadero Jesús ponerse de pie?”.