En Galilea, un fariseo invitó a Jesús a comer en su hogar. Sin embargo, no es el fariseo a quien más recordamos hoy, sino a una visita inesperada.

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Poco después de resucitar a dos personas, Jesús fue invitado a comer a la casa de un fariseo. Esto puede haber sido inesperado, considerando el desagrado de los fariseos hacia Cristo.
Como vimos con Nicodemo, aunque algunos fariseos creían en Jesús en secreto, muchos se oponían a él abiertamente y otros permanecían indecisos pero curiosos. En Lucas 7, leemos acerca de un fariseo que al parecer pertenecía a la última categoría.
Lo único que sabemos acerca de él es que se llamaba Simón, tenía una casa en Galilea y respetaba a Jesús lo suficiente como para invitarlo a comer.
A diferencia de la visita de Nicodemo, que ocurrió en privado cuando estaba oscuro, la visita de Jesús a la casa de Simón fue pública. Pero, si bien el hecho de que Cristo comiera en la casa de un fariseo fue un evento inusual, en este artículo centraremos nuestra atención en una interacción específica durante su visita.
Una mujer pecadora llega de visita
Lucas nos dice que “una mujer de la ciudad, que era pecadora” se enteró de que Cristo estaba en la casa de Simón y fue a verlo (Lucas 7:37). Nunca se hubiera imaginado que sus acciones formarían parte de las Escrituras y le darían a Jesús una increíble oportunidad para enseñarnos, que casi 2000 años después, aún sigue vigente.
La mujer no llegó con las manos vacías, sino que “trajo un frasco de alabastro con perfume” (v. 37). El alabastro es una roca suave que se usaba para hacer contenedores pequeños de perfumes y ungüentos.
Lucas no dice qué tipo de aceite aromático contenía el frasco, pero algunos comentarios especulan que era nardo, un perfume costoso extraído de una planta que crece en el Himalaya, en el norte de la India. De ser así, el frasco viajó más de 3.000 kilómetros para llegar a sus manos.
Además, seguramente era un frasco sellado, por lo que la mujer tal vez tuvo que usar todo el perfume una vez que lo abrió. Y es posible que ésa haya sido su posesión más valiosa, lo cual hace aún más significativo lo que hizo con él.
Al llegar, la mujer se acercó a Jesús y “estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume” (v. 38).
La reacción del fariseo
Antes de leer el resto de la historia, detengámos por un momento a analizar la reacción de Simón ante la escena.
En lugar de apreciar lo que la mujer estaba haciendo e intentar comprender su motivación, sus pensamientos inmediatamente se volvieron oscuros y negativos. “Cuando vio esto el fariseo que le había convidado, dijo para sí: Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora” (v. 39). Note que Simón “dijo para sí” —esto era lo que tenía por dentro.
En primer lugar, aunque no lo dijo, Simón no estuvo para nada de acuerdo con la reacción de Jesús. Pensó que Cristo debió haber rechazado a la mujer de inmediato debido a su pasado pecaminoso. Y, cuando no lo hizo, Simón comenzó a cuestionar su legitimidad.
Segundo, Simón le negó a la mujer cualquier oportunidad de perdón o cambio. En su mente, ella era y siempre sería una pecadora; y dado que a él le repugnaba, asumió que Jesús debería sentir lo mismo.
Tercero, lo que Simón estaba pensando pudo haberse visto afectado por un sentimiento de culpa. Esta mujer pecadora le había mostrado a Jesús más amor y preocupación que él mismo como anfitrión. Ofrecerle a un invitado agua para lavarse los pies era un acto común de hospitalidad y respeto, pero Simón no lo había hecho (v. 44). Sin embargo, en lugar de admitir su falta y su descuido, tal vez decidió tomar el camino más fácil, que era el de juzgar las intenciones y el carácter de la mujer.
Aunque Simón no dijo todo esto en voz alta, Jesús pudo discernir lo que estaba pensando, y tal vez incluso vio disgusto en su rostro. Entonces, le hizo saber a Simón que tenía algo que decirle, y compartió una parábola.
La parábola de los dos deudores
Jesús relató una parábola acerca de dos hombres que le debían dinero al mismo acreedor. Uno debía 500 denarios (el salario de unos 20 meses de trabajo), y otro debía 50 (el salario de unos dos meses). El acreedor vio que ambos hombres carecían de los medios para pagarle, así que decidió mostrarles misericordia.
Dios busca a quienes se ven a sí mismos honestamente y, con un espíritu de humildad, buscan genuinamente su misericordia y ayuda.
Jesús entonces preguntó cuál de los dos deudores habría apreciado más la misericordia del acreedor, y Simón dio la respuesta lógica: “Pienso que aquel a quien perdonó más” (v. 43).
Jesús respondió muy claramente para explicar su punto: “Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas esta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas esta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas esta ha ungido con perfume mis pies” (vv. 44-46).
La mujer hizo todas las cosas que Simón debió haber hecho como un anfitrión hospitalario y cuidadoso, y lo hizo de una manera espléndida. Le mostró a Jesús mucho más aprecio, respeto y gratitud que el fariseo. En lugar de desestimarla, Simón debió haber aprendido de su ejemplo.
Jesús luego continuó: “Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama” (v. 47). Y le dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados” (v. 48).
La historia de la mujer
La respuesta de Jesús nos ayuda a entender mejor la historia de la mujer.
Su vida había estado caracterizada por el pecado. Dado que Simón conocía su reputación, probablemente había estado involucrada en un pecado público, como la prostitución, la fornicación, tal vez el robo o la ebriedad.
Lo que haya sido, su estilo de vida la había separado de Dios.
Pero algo había cambiado antes de su encuentro con Jesús. Seguramente lo había escuchado predicar poco antes y, en lugar de ignorar su mensaje de arrepentimiento, al parecer lo tomó en serio y lo puso en práctica.
Entendió que era culpable de quebrantar la ley de Dios y que se encontraba en camino hacia la destrucción, así que cambió de dirección. En lugar de justificar sus acciones y seguir pecando, con sus lágrimas demostró que tenía un “corazón contrito y humillado” (Salmos 51:17). Ésta es la actitud que Dios siempre ha buscado en quienes se arrepienten genuinamente (Isaías 57:15; Joel 2:12-13).
Dios no busca personas que se sienten orgullosas de su propia justicia —personas que, como muchos fariseos, creen que no tienen nada de qué arrepentirse. En cambio, busca a quienes se ven a sí mismos honestamente y, con un espíritu de humildad, buscan genuinamente su misericordia y ayuda.
Para cuando lavó los pies de Jesús, la mujer seguramente ya había abandonado su antigua forma de vida o había empezado a tomar pasos serios hacia el cambio.
Y como reconocía que Jesús era quien la había llevado al arrepentimiento, deseaba expresarle su profunda gratitud. Si bien lavar sus pies no podía compararse ni compensar lo que Él había hecho por ella, le entregó lo más valioso que tenía.
Jesús vio que su actitud, tristeza y arrepentimiento eran genuinos y la aceptó.
No conocemos el resto de la historia, pero esperamos que desde entonces su vida física haya estado caracterizada por el mismo nivel de sumisión y servicio a su Dios y Salvador.
Lecciones para nosotros
Hay muchas lecciones que podemos aprender de esta historia.
- Escuchar el mensaje del evangelio requiere que actuemos. En algún momento, la mujer escuchó el mensaje, lo creyó y lo puso en práctica. La reacción que Dios espera es el cambio. Eso es lo que Dios quería de la mujer y lo que quiere de nosotros ahora: arrepentimiento y cambio (2 Corintios 7:10).
- Dios acepta y perdona a quienes se arrepienten genuinamente y se vuelven a Él. Cristo no rechazó a la mujer por su pasado. A diferencia de Simón, Jesús tuvo en cuenta su nueva vida, no su vida anterior. Cuando nos arrepentimos, Dios escoge olvidar nuestros pecados, y nos ve como si nunca hubieran existido (Salmos 103:12; Isaías 43:25).
- Dios espera que respondamos a su perdón ofreciéndole todo lo que tenemos. Aunque no podamos ungir los pies de Cristo con un perfume costoso, sí podemos ofrecerle nuestra posesión más valiosa: nuestra vida. Él quiere que respondamos a su perdón sometiendo nuestra vida a Él, sirviéndolo con toda sumisión y obediencia (Romanos 12:1; 2 Corintios 5:15; Gálatas 2:20).
- Deberíamos ver a las personas como Cristo, no como Simón. Para Simón, la mujer era repulsiva y se negó a aceptar que estaba cambiando su vida. Jesús por otro lado, se enfocaba en llamar a las personas al arrepentimiento y las aceptaba cuando se arrepentían.
De una forma u otra, todos somos como la mujer de esta historia. Todos hemos pecado, necesitamos el perdón de Dios y debemos arrepentirnos y cambiar. Al fin de cuentas, la mejor manera de agradecerle por su misericordia y perdón es comprometernos por completo a . . .
Andar como Él anduvo.