De la edición Enero/Febrero 2019 de la revista Discernir

“Ninguna buena obra queda impune”

Muchas veces hacer el bien puede costarnos caro. ¿Vale la pena ese costo por la recompensa de hacer el bien? Nuestra sociedad dirá que no. Pero las Escrituras demuestran lo contrario.

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Recién llegado a un nuevo empleo, un compañero de trabajo me dijo: “Nunca te ofrezcas para hacer nada, ni ayudes a nadie, o tendrás que hacerlo siempre. O lo que es peor, nos harás quedar mal al resto. ¡No nos hagas quedar mal!”.

Me gustaría decir que esta fue una bienvenida inusual o que esta empresa en particular es la excepción a la regla.

Pero sólo me gustaría decirlo.

Lamentablemente, a lo largo de mi vida laboral he descubierto que este tipo de actitudes es más la regla que la excepción.

En la sociedad actual, cuando una persona se destaca por tratar de hacer lo correcto, corre el riesgo de que la llamen “el angelito” o “arribista”, o cualquiera de los muchos apodos peyorativos que reprenden las buenas obras.

El síndrome de la amapola alta

Muchas culturas en el mundo tienen alguna variación del dicho “No seas la amapola alta”. Este concepto al parecer se originó cerca del año 500 a.C., cuando el rey romano Lucio Tarquinio el Soberbio le enseñaba a su hijo Sexto cómo gobernar la ciudad de Gabii. El rey tomó una vara y, en un campo de amapolas, la sacudió cortando todas las amapolas sobresalientes. La lección implícita era que había que cortar a cualquier persona que sobresaliera, porque podía significar una amenaza para el líder reinante.

Una manifestación de este síndrome ocurre entre un individuo y sus pares, cuando las acciones de la persona la hacen destacar. Entonces, sus pares la atacan por resentimiento o envidia, con el fin de menoscabarla o a sus buenas obras, y la desprecian o se burlan de ella para sentirse bien consigo mismos.

Hacer el bien puede costarnos caro. Los demás tal vez se rían de nosotros o nos insulten por tratar de hacer lo correcto, e incluso nuestros compañeros de trabajo pueden reprendernos por sobresalir. A veces, en nuestro esfuerzo por hacer el bien —tratar de hacer lo correcto— terminamos pareciéndonos a esas amapolas que sobresalen.

¿Valdrá la pena?

Amenazados por hacer el bien

En innumerables ocasiones, Jesucristo puso el ejemplo de hacer el bien. Hechos 10:38 dice que “Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (énfasis añadido).

Cristo tuvo compasión de los enfermos y marginados. Tocó al leproso intocable y lo sanó. Sacó demonios, hizo caminar a los cojos, les mostró amor a los pecadores y resucitó a los muertos.

¡Todos estos fueron actos de bien! Jesucristo fue sin duda una persona sobresaliente, y sus acciones no pasaron para nada desapercibidas.

Los líderes de Judá notaron sus buenas obras y se disgustaron mucho. Se sentían amenazados por el bien que Jesús hacía y porque su correcto enfoque en el servicio y la compasión a la manera de Dios los desautorizaba (Mateo 12:11-14). Cristo entonces se convirtió en un blanco de ultraje debido a sus muchas buenas acciones.

Como puede sucederles a quienes intentan hacer el bien en la actualidad, el ejemplo de Cristo le costó el desprecio y resentimiento de sus pares y quienes querían permanecer en control de la religión. Por sobresalir —por ser el ejemplo perfecto de lo correcto y lo bueno— Jesús recibió toda la ira de quienes buscaban acallar y desprestigiar su ejemplo. De hecho, Cristo fue crucificado por sobresalir. Pero Dios usó su sacrificio para un propósito mucho mayor.

Sin el sacrificio del Hijo de Dios, ninguno de nosotros tendría esperanza. Nuestra vida no tendría sentido; nuestros pecados nos mantendrían separados de Dios; y la muerte eterna sería nuestro merecido castigo (Isaías 59:2; Romanos 6:20-23). Pero Jesucristo pagó el precio de nuestros pecados —nuestra transgresión de la ley de Dios— y con ello abrió el acceso a Dios para toda la humanidad (Gálatas 3:13-14).

Ninguna buena acción queda sin recompensa

Jesucristo sabía que sus buenas obras como siervo y maestro de la verdad le costarían el odio de muchos, y sabía que quienes siguieran su ejemplo serían igualmente odiados (Juan 15:18-25).

Pero también sabía que hay una recompensa para las buenas obras.

La Biblia nos habla tanto de un regalo como de un premio, y necesitamos entender ambos.

Hacer el bien nunca es la decisión equivocada.Dios el Padre y el Verbo (quien luego se convirtió en Jesucristo) tienen un plan desde hace mucho tiempo. Ese plan consiste en crear una familia ¡con billones y billones de integrantes! Gracias al sacrificio de Jesús, la puerta se abrió y ahora tenemos la oportunidad de recibir el regalo de la salvación y formar parte de esa familia divina (Efesios 1:5). Pero no hay nada que nosotros pudieramos hacer para “ganarnos” la salvación. Es un regalo de gracia completamente inmerecido.

Además de este regalo, quienes son llamados por Dios ahora también tendrán la oportunidad de recibir una gran recompensa: servir junto a Cristo en su regreso. Esta recompensa de una posición de servicio no será dada sin tener en cuenta la forma en que hayamos vivido (Mateo 16:27).

El regalo gratuito de la salvación para toda la humanidad fue hecho posible por Jesucristo cuando se sacrificó a sí mismo para pagar la pena de nuestros pecados con su vida. En cambio, la recompensa de una posición de servicio con Cristo en el futuro requiere de nuestro sacrificio y servicio ahora. Para saber más acerca de los eventos que ocurrirán tras el regreso de Jesús, lea nuestro artículo en línea “La profecía de la restauración de todas las cosas”.

Nosotros también tenemos que sacrificarnos. Tenemos que hacer lo que es bueno y correcto, hacer lo que nadie más quiere por miedo a los apodos, el ridículo y las burlas. Hacer el bien —servir a los demás y hacer la diferencia aun cuando tenga un costo— es lo que se espera de nosotros si nos hacemos llamar seguidores de Jesús. Sólo cuando seguimos su ejemplo cambiando el enfoque de nosotros mismos hacia los demás podemos comenzar a entender de qué se trata nuestra recompensa. Como dijo Jesucristo, por las cosas a las que renunciemos en esta vida “[recibiremos] cien veces más” en el Reino de Dios (Mateo 19:27-29).

Nuestra recompensa llegará si seguimos el ejemplo de Cristo —servir a los necesitados, defender a los indefensos— haciendo el bien a quienes tal vez nunca nos devuelvan el favor, siempre motivados por el amor. No debemos servir para ser vistos o alabados por los demás ahora (Mateo 6:1-4).

Cristo nos dice con sus acciones y palabras: “Amad, pues, a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo; porque él es benigno para con los ingratos y malos” (Lucas 6:35).

Tal vez valga la pena ganarnos el apodo de “angelitos” si es por hacer el bien. Ser vistos como personas que “agitan las aguas” por hacer más de lo que se nos pide no debería avergonzarnos. Recibir más tareas por el hecho de sobresalir haciendo el bien puede desanimarnos, cierto, pero hacer el bien nunca es la decisión equivocada. La Biblia dice que hay una recompensa para quienes hacen lo correcto.

A veces es difícil sobresalir de en medio de la multitud por hacer siempre lo correcto, pero aún así, ¡es lo correcto!

Hoy en día, quienes sobresalen por hacer el bien a menudo son rechazados. La sociedad busca enseñarnos que ninguna buena acción queda impune. Pero en el futuro, Dios promete una maravillosa recompensa para quienes hagan buenas obras motivados por su amor.

Al final, ninguna buena acción quedará sin recompensa.

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