Durante el tiempo en que no tuve hogar, aprendí acerca de la amabilidad de los extraños, el amor de Dios y estar gozosos en las pruebas.
Crédito de la imagen: Midjourney.com
Cada primavera recuerdo el año 2011, cuando mis hijas y yo pasamos una semana en un albergue para personas sin hogar. Las experiencias que viví esa semana podrían llenar un libro, pero sólo compartiré una de ellas aquí.
El albergue cerraba desde las 8 a.m. hasta las 3 p.m. a diario, así que debíamos salir después del desayuno y encontrar otro lugar dónde pasar el día.
Los únicos lugares en los que era razonable pasar varias horas eran una tienda de ventas al por menor, que estaba a 3 kilómetros de ahí y la librería y un parque, que estaban a 3 km en la dirección contraria. Cualquiera de las opciones significaba una caminata de 6 km ida y vuelta.
Más de una vez, estaba lloviendo cuando salimos en la mañana. Uno de esos días, la lluvia era particularmente fuerte, y yo sabía que caminar 3 km así no sería buena idea. Tenía un poco de dinero, así que nos fuimos a un pequeño restaurante. Mi esperanza era que, para cuando termináramos de comer, la lluvia habría parado o por lo menos amainado
Cuando llegamos ahí, me tomé mi tiempo. Miré el menú durante un largo rato porque no sabía cuándo la lluvia se detendría. Finalmente pedí el pollo asado: una pechuga, un muslo y una pierna con dos acompañamientos de vegetales por unos $8 dólares. No me agradó gastar el poco dinero que tenía, pero me alegré de saber que la comida sería lo suficiente para las tres.
Cuando llegó la comida, me tomé mi tiempo. Creo que nunca he cortado una comida tan lentamente como esa vez. Les di de comer a mis hijas muy despacio. Primero un bocado, luego esperaba más o menos un minuto antes de darles otro. Nunca entenderé cómo pudieron ser tan pacientes con sólo 1 y 3 años.
Mientras tanto, yo seguía mirando por la ventana y la lluvia seguía cayendo con fuerza. El cielo estaba gris. Mi vida se sentía gris.
Nuestra ropa seguía estando mojada mientras comíamos.
Dos toallas
Como a la mitad de la comida, una mujer se acercó. Me dijo que tenía dos toallas en su maletero y me preguntó si las quería para mis hijas. No recuerdo exactamente qué le dije, pero ella me dijo que volvería en seguida.
Mi versículo favorito es Santiago 1:2: “tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas”. Algunas veces es más difícil tener gozo que otras, pero el gozo siempre está ahí.
La vi llegar a su auto y revisar su maletero mientras la lluvia seguía cayendo, pero luego se subió a su auto y se fue. Asumí que se había dado cuenta de que no tenía las toallas después de todo y tal vez se sentía demasiado avergonzada como para decírmelo.
No le di importancia y seguí dividiendo la comida entre nosotras. Traté de mantener a mis hijas entretenidas entre cada mordisco para que la comida durara lo más posible; y seguí mirando por la ventana, esperando que la lluvia se detuviera.
Un poco más tarde, la mujer volvió. Había ido a la tienda a comprar dos toallas nuevas. Me las dio y le agradecí. Acacia se envolvió en una y Jasmine en la otra.
Aún conservo esas toallas. Dudo que algún día me deshaga de ellas.
Un billete de $10
Pasado un rato, casi habíamos terminado de comer cuando un hombre se acercó a nosotras y dijo que quería pagar por nuestra comida. Puso un billete de $10 sobre la mesa y se fue.
No recuerdo si la lluvia paró ni qué hicimos el resto de ese día. Sería poético decir que el sol salió y un arcoíris pintó el cielo, pero honestamente no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es cómo se sintió ser tan bendecidas. Creo que nunca he estado tan agradecida por dos toallas y un billete de $10 como lo estuve esa vez.
En total, mis hijas y yo pasamos 10 semanas en varios estados de indigencia. Vivimos en tres albergues diferentes y también en la parte de atrás de un salón de belleza. Dormimos en habitaciones extras de iglesias. Dormimos en pisos. Dormimos en camas. Recibimos la ayuda de extraños, pero también miradas de desprecio.
Fue confuso. Fue aterrador. Fue desconcertante.
Lecciones que vale la pena conservar
Si pudiera retroceder el tiempo y borrar todas esas experiencias, no lo haría. Aprendí mucho y no quisiera perder esas lecciones.
Me ayudó a ver cuánto había dado las cosas por sentado, a ver que no tener nada no es algo a lo que debemos temer. Me ayudó a tener más compasión por otros. Me ayudó a ser agradecida. Me ayudó a ver que, pase lo que pase, Dios está ahí, observándome, ayudándome.
He enfrentado muchas dificultades en la vida, pero sigo aquí. Incluso cuando “no tenía nada”, tenía suficiente. Siempre me recuerdo esto a mí misma cuando enfrento pruebas.
Mi versículo favorito es Santiago 1:2: “tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas”. Algunas veces es más difícil tener gozo que otras, pero el gozo siempre está ahí. A veces no lo encuentro hasta mucho después de que la prueba ha pasado; otras, puedo verlo en la mitad de la prueba.
Hay gozo en las lecciones que aprendemos de cada prueba. Y ésa es una de las cosas que me permite seguir adelante, sin importar cuán difícil se vuelva la vida. Incluso cuando no puedo ver el gozo, tengo fe en que está ahí.
Sé que no soy la única que ha enfrentado dificultades, pero espero que todos recordemos que, sin importar cuán oscuras parezcan las cosas, e incluso cuando aún no podamos verlo, hay razones para tener gozo en cada prueba.