¿Qué pensaría si le dijera que toda forma de injusticia social podría ser resuelta respondiendo una pregunta sencilla? Usted probablemente piensa que estoy loco y simplifico demasiado —y me parece lógico. El mundo está lleno de injusticias, muchas de las cuales son profundas y complejas, con raíces que se remontan a cientos o aun miles de años. Parece imposible que una simple pregunta pudiera resolver y desenredar todos estos temas de un solo golpe.
Pero creo que lo haría.
Racismo, sexismo, nacionalismo, fanatismo en todas sus manifestaciones y formas, cada pizca de prejuicio en el mundo —todas podrían ser cosa del pasado si todos estuviéramos de acuerdo y actuáramos de acuerdo con la respuesta a esta simple pregunta:
¿Qué determina nuestro valor como personas?
No es exactamente una nueva pregunta —filósofos y personas del común han estado tratando de resolverla por siglos, y pareciera que cada uno tuviera su propia respuesta.
Para algunos, la respuesta es dinero. Posesiones. Cosas. Mientras más tengamos, mejores somos —y ahí podemos empezar a ver el comienzo del prejuicio. “Yo tengo más dinero que tú y por eso soy mejor”. O, en el otro extremo del espectro: “Tengo menos que esta persona y eso me hace menos que ella”.
Las respuestas erróneas crean prejuicios
Pero el dinero no es lo único que causa problemas. Hay miles de variables que podemos añadir a esta ecuación y el resultado será miles de prejuicios diferentes.
En el mejor de los casos, ese enfoque puede darnos un falso sentido de superioridad sobre los demás. Podemos juzgarlos por las ropas que usan, las marcas que compran, los equipos favoritos, en qué parte de la ciudad viven, la forma en que caminan —y muchas más cosas ridículas.
Pero lo peor es que los prejuicios más peligrosos ocurren cuando respondemos la pregunta con rasgos de las personas que son imposibles de cambiar: raza, género, edad y nación de origen. Cuando hacemos de estas cosas la medida del valor humano, cuando empezamos creyendo que otros valen menos por el color de su piel o el lugar en que nacieron o cualquier otra característica similar, creamos algunos de los momentos más torcidos de la historia:
Los nazis y el holocausto. Los jemeres rojos y los campos de la muerte. Los hutus y el genocidio en Ruanda. Sudán y Darfur.
Incluso cuando el prejuicio no conduce directamente a un genocidio, la injusticia que genera puede dejar marcas que sólo se borran despues de generaciones, e incluso siglos. En Estados Unidos, la esclavitud no terminó sino hasta poco más de siglo y medio atrás, y su impacto a través de los años ha sido inconfundible: el “Compromismo de las Tres Quintas Partes”, las Leyes de Jim Crow, el Ku Klux Klan, brutalidad policial. La esclavitud se abolió, pero el prejuicio persiste.
Esto es lo que hace el prejuicio. Se convierte en un catalizador, una excusa, una justificación para cualquier clase de injusticia. El prejuicio afirma: “el otro lado se lo merece. Son inferiores. No son tan importantes. Ellos son el problema”.
Lecciones de antiguos ejemplos de prejuicios
La Iglesia del Nuevo Testamento tuvo que luchar contra el prejuicio en sus primeros días. Por siglos, los judíos y sus hermanos israelitas eran el pueblo escogido de Dios: “Un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra” (Deuteronomio 7:6). Los gentiles —o sea el resto del mundo— nunca habían tenido esa relación con Dios. Eso hizo que los judíos fueran diferentes de todos los demás. Los hizo especiales y únicos —y, hablando francamente, eso creó tensiones.
A medida que el mensaje del Reino de Dios se esparció en todo el mundo durante el primer siglo, los primeros conversos (que eran judíos exclusivamente) creyeron que el mensaje sólo se aplicaba a sus conciudadanos judíos (ya fueran nacidos naturalmente o convertidos). ¿Para quién más podría ser? Sólo los judíos tenían una relación con Dios. Sólo los judíos conocían sus leyes divinamente ordenadas. Sólo los judíos lo adoraban a Él en la forma en que debía ser adorado.
Se requirió de una visión divina y un milagro poderoso (Hechos 10:17, 44-45), para que los judíos de la Iglesia primitiva empezaran a entender que Dios estaba expandiendo su pueblo —que ser judío no era un prerrequisito para tener una relación con el Dios de toda la creación (Hechos 11:18).
Y aún así, no fue una transición fácil. Los judíos y los gentiles tenían siglos de prejuicios y diferencias que debían resolver. Entre ellos crecía la tensión.
Incluso Pedro, el apóstol judío que Dios envió a bautizar a los primeros gentiles convertidos, dijo: “pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo” (Hechos 10:28), y testificó delante de los gentiles: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas” (v. 34) —ese mismo Pedro se sintió demasiado avergonzado de sentarse con los miembros gentiles de la Iglesia cuando los judíos estaban alrededor.
Otro apóstol judío, Pablo, tuvo que enfrentarlo públicamente, porque “en su simulación participaban también los otros judíos” (Gálatas 2:13). Sus acciones estaban tan desconectadas del mensaje que Cristo les había enviado a ellos a predicar que Pablo subrayó: “cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio” (v. 14).
La respuesta correcta
Ese evangelio —el mensaje del venidero Reino de Dios— es fundamental para encontrar la respuesta a nuestra pregunta:
¿Qué determina nuestro valor?
Sin el evangelio, sólo podemos contestar la pregunta con un conocimiento imperfecto y opiniones infatuadas —y nuestras respuestas sólo nos permitirán catalogar a los demás seres humanos en dos categorías: “vale más” o “vale menos”.
Pero esto no es suficientemente bueno. No resuelve nuestro problema de prejuicio; sólo lo reorganiza. Res- puestas diferentes, prejuicios diferentes, el mismo problema. Sólo hay una respuesta verdadera a nuestra pregunta y esa respuesta sólo la podemos encontrar en la verdad del mensaje del evangelio.
Cuando un grupo de filósofos gentiles le pidió a Pablo que elaborara acerca de ese mensaje, él les dijo que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra... para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros” (Hechos 17:26-27).
Una sangre. Pablo estaba haciendo alusión a una ver- dad revelada en las primeras páginas de la Biblia: que Dios “Creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:26-27).
En el principio no había israelitas ni gentiles. Sólo había un hombre y una mujer viviendo en el jardín planta- do por Dios (Génesis 2:8, 22), y esa mujer se convirtió en la “madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20).
Pablo no dijo: “Dios creó una nación para que fuera mejor que todas las demás naciones, que tuviera un linaje superior y de más valor que las otras”. Él volvió al verdadero comienzo de la historia humana y dijo en esencia: “todos compartimos la misma sangre. Todos venimos del mismo lugar. Y todos fuimos creados para el mismo propósito —buscar a Dios y encontrarlo”.
Usted fue creado con el potencial de convertirse en su hijo y vivir para siempre como parte de su familia.
Fuimos creados por Dios con la esperanza de que algún día lo buscaríamos y lo encontraríamos. Usted fue creado con el potencial de convertirse en su hijo y vivir para siempre como parte de su familia. Pero esto no sólo es verdad en su caso —es verdad para todos. Cada hombre, cada mujer, cada niño, sin importar la raza, nación o credo, fue creado con ese propósito y ese potencial.
Y eso es lo que determina nuestro valor.
Un mundo sin prejuicio, un mundo diferente
Cuando respondemos la pregunta de esta forma, eso cambia la manera en que vemos todo —y debería cambiar la forma en que los tratamos a todos. Cuando cada persona que conocemos es o un hijo de Dios o un potencial hijo de Dios —cuando vemos a todos como un ser humano creado de la misma sangre que nosotros y con nuestro mismo propósito— esto no deja lugar para el prejuicio. No permite que digamos: “soy mejor que tú” o “merezco más que tú”.
En vez de esto, podemos decir: “eres mi familia” y “so- mos iguales”. Si todo el mundo lo creyera y lo interiorizara de verdad, ¿cuánto cambiaría eso?... ¿todo?
A escala global, los cambios serían gigantescos. Para empezar, esto significaría el fin de los genocidios y limpiezas raciales. ¿Cómo podría un hombre matar a otro cuando sabe que ambos comparten la misma sangre, el mismo valor ante los ojos de Dios que los creó?
¿Qué pasaría con los asaltos sexuales que propiciaron el movimiento del #MeToo? ¿Qué hombre se atrevería a aprovecharse de una mujer si hubiera entendido y recordara que Dios pretendía que ambos tuvieran un lugar en su familia?
Mientras más profundizamos, más vemos cómo esa pequeña verdad podría cambiar el mundo. Si todos entendiéramos que Dios nos ha creado iguales en cuanto a valor y potencial, ¿cómo podría un vendedor de carros mentirle a un cliente para poder obtener un poco más de dinero por la venta? ¿Alteraría sus noticias un medio de comunicación para incrementar su base de suscriptores? ¿Se enfrentarían los vecinos por años debido a malentendidos y quejas? ¿Ofrecerían los comerciantes lo que saben que no pueden vender?
No habría lugar para nada de esto. No habría lugar para el engaño, el odio, la desconfianza, el robo, la mentira o el asesinato. Y sin estas cosas, y con la ayuda de Dios, podríamos encontrar un lugar para el amor, el respeto, la amabilidad, la confianza, la generosidad, la paciencia y el entendimiento.
El mundo sin prejuicios debe comenzar con nosotros
Pero éste no es el mundo en que vivimos. Ese día vendrá —Dios promete un futuro en el que “La tierra será llena del conocimiento del Eterno, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).
Hace mucho tiempo, un profeta llamado Samuel aprendió que: “El Eterno no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Eterno mira el corazón” (1 Samuel 16:7).
Pablo profundizó en esto: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26-28).
No todos se han comprometido a ser bautizados y vivir según la forma de vida de Dios. La mayoría del mundo ni siquiera entiende en qué consiste ese camino de vida. Pero hay más de siete mil millones de personas que cubren la superficie de este planeta azul verdoso nuestro, y cada uno de ellos es un potencial futuro hijo l de Dios. Entonces esto es lo que hacemos. Es radical. Es loco. Pero vale la pena: los tratamos por lo que son. Tratamos a cada una de estas personas como familia. Como potenciales hijos de Dios —porque esto es lo que determina su valor. No es el color de su piel, o el orden de sus cromosomas o su lugar de nacimiento, sino el simple e irrefutable hecho de que Jesucristo, el Hijo de Dios, vivió una vida perfecta y murió para pagar la pena de sus pecados —y los nuestros.
Esto no significa que cosas como nuestra etnicidad o género puedan o deban ser ignoradas. Estas cosas son parte de nosotros. Juegan un papel importante para moldear lo que somos. No son insignificantes ni sin sentido, pero no determinan nuestro valor o el valor de otros. Fue nuevamente Pablo quien escribió: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Filipenses 2:3-4).
El fanatismo y el prejuicio no pueden sobrevivir ante el peso de la verdad del evangelio. Un día todas las personas del mundo llegarán a entender esa verdad —pero hasta entonces, es nuestra labor mostrarles cómo se lleva esto a la acción.
Ellos valen la pena.
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