Esta carta fue escrita un mes antes de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, para quien llevará la pesada responsabilidad de la presidencia.

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Querido presidente o querida presidenta de los Estados Unidos, dado que escribo esto un mes antes de las elecciones, aún no está claro a quién debo dirigirme. Pero eso no es importante; el mensaje es el mismo para cualquiera de los dos, el ex presidente Trump o la vicepresidenta Harris.
Por favor, perdóneme si le parece impertinente que un desconocido le escriba al nuevo líder del mundo libre, sin invitación. Mis palabras vienen del corazón y pienso que expresan el sentir de al menos un pequeño segmento de los ciudadanos de nuestro país y el mundo.
Sé que usted no es el líder espiritual de esta nación, ni es su responsabilidad serlo. Pero ha declarado su creencia en Dios, ha apelado a los votantes religiosos, y seguramente expresará el final tradicional, “Así que Dios me ayude”, al juramento de su investidura. Espero que pronuncie esas palabras con profunda solemnidad, ya que un error en el manejo de las muchas crisis que enfrentará puede tener profundas consecuencias.
Hace mucho tiempo un sabio hombre dijo: “La justicia engrandece a la nación; mas el pecado es afrenta de las naciones” (Proverbios 14:34). Aunque nuestros padres fundadores establecieron la separación oficial de la iglesia y el estado, este proverbio sigue siendo cierto: es imposible separar la justicia de una nación (su carácter, su fibra moral) de su eventual destino. Los valores espirituales son, en realidad, la base del carácter y la moral.
Como sea que lo llame (justicia y pecado, o mal y bien), y cualquiera que sea su posición en el espectro de las creencias religiosas, es difícil negar esta simple premisa: hacer el bien eleva a una nación y hacer el mal, la destruye. Pero ¿qué es lo bueno y qué es lo malo? El hecho de que “el pueblo” no pueda llegar a un consenso acerca de esto en tantos temas evidencia nuestra confusión moral.
Podríamos preguntar entonces: ¿cuál es su postura personal en cuanto a la justicia y el pecado, el bien y el mal? Asumiendo que jurará sobre una Biblia, ¿podemos asumir que concuerda absolutamente con sus páginas? Si ése no es el caso, ¿por qué pedirle a Dios ayuda en su liderazgo? Si es así, ¿puede asegurarnos que sus definiciones de “justicia” y “pecado” son las mismas que leemos en la Palabra de Dios? Más aún, ¿puede asegurarnos que sabe lo que Dios espera en términos de justicia de quien lleva el manto del liderazgo?
Dios desea, y nosotros necesitamos, ver más que apariencias. Un presidente que va a la iglesia ocasionalmente, que cita las Escrituras, que se relaciona con gente religiosa o incluso que ora en público tal vez impresione a la gente, pero no a Dios. Dios dice que Él mira el corazón, nuestro carácter interno, para saber si hacemos lo correcto (según su definición, no la opinión humana) por las razones correctas.
Volviendo a la segunda parte del proverbio, el opuesto de la justicia es el pecado (otra vez, según Dios, no opiniones humanas). Y cuando el pecado encuentra cabida en una persona o nación, pone en riesgo y erosiona el carácter. Un carácter débil da paso a malas decisiones, y todas las decisiones tienen consecuencias. Entonces, el resultado inevitable del pecado es la “afrenta”. Las afrentas nacionales toman muchas formas. A menudo comienzan por la decepción y la pérdida de respeto de sus aliados, y culminan con la desgracia y la derrota bajo sus enemigos.
Señor presidente o Señora presidenta, muchos de nosotros tememos por nuestro país y el mundo. Vemos la escritura de afrenta en la pared, y su mensaje es nefasto. Ambos candidatos parecen compartir ese miedo, dado que en sus campañas advirtieron que el futuro del país se juega en estas elecciones. Pero no estoy seguro de que estamos leyendo el mismo mensaje que ustedes. Ustedes representan visiones opuestas que reflejan a una nación que ha dejado de ser “inseparable”. Nosotros, el pueblo, estamos divididos sin esperanza por conceptos de “moralidad” que van de un extremo al otro. Estamos inmersos en una guerra civil, no de armas físicas, sino de filosofías y prácticas que atacan el alma de las personas —una guerra cultural, moral y espiritual.
La escritura en la pared que muchos leemos dice: “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma, no permanecerá” (Mateo 12:25). Ésa es la advertencia de Dios. ¡Y el hecho de que todo imperio humano ha caído en el pasado es una prueba de la verdad de Dios!
Sin embargo, “el Eterno miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres”, escribió David, “Para ver si había algún entendido, que buscara a Dios” (Salmos 14:2). Dios está dispuesto a ayudarnos, pero sólo si nosotros —todos nosotros, no un partido político o el otro— estamos dispuestos a buscar su ayuda humildemente.
Si no lo estamos, nuestro talón de Aquiles queda expuesto. El problema inherente de la democracia se encuentra en su definición: “el pueblo gobierna”, no Dios. Esto funciona por un tiempo, pero cuando “el pueblo” intenta gobernar la definición de los ideales del bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, y deja de buscar y obedecer a Dios, está sembrando las semillas de su eventual caída y destrucción.
Cuando Dios mira desde el cielo para ver quién lo busca —entre aquellos cuyo eslogan es “En Dios confiamos”— ¿qué ve? ¿Qué encuentra en nuestros líderes?
Hubo tiempos en que nuestros gobernantes parecían creer genuinamente que sólo podíamos sobrevivir con la ayuda y la bendición de Dios y no se avergonzaron de animar a la nación a buscarlo.
En la Primera Guerra Mundial, el presidente Woodrow Wilson declaró un día nacional de ayuno, “humilde y devoto para reconocer nuestra dependencia del Dios todopoderoso e implorar su ayuda y protección”. Incluso tuvo la audacia de decir: “Yo… exhorto a mis conciudadanos… a pedirle al Dios omnipotente que perdone nuestros pecados”.
Cinco años antes, en los oscuros días de la Guerra Civil, el presidente Abraham Lincoln también llamó a “un día nacional de humillación, ayuno y oración”. Su proclamación parece ahora más cierta que nunca:
“Hemos sido receptores de maravillosas bendiciones del cielo; hemos sido preservados, todos estos años, en paz y prosperidad; hemos crecido en número, riqueza y poder como ninguna otra nación lo ha hecho. Pero nos hemos olvidado de Dios. Hemos olvidado la misericordiosa mano que nos ha mantenido en paz, nos ha multiplicado, enriquecido y fortalecido; y hemos imaginado vanamente, en el engaño de nuestro corazón, que todas estas bendiciones son producto de alguna sabiduría o virtud superior propia. Intoxicados con éxito ininterrumpido, nos hemos vuelto demasiado autosuficientes como para sentir la necesidad de redimir y preservar la gracia, demasiado orgullosos como para orar al Dios que nos hizo.
“Nos corresponde entonces, humillarnos ante el Poder ofendido, para confesar nuestros pecados nacionales y orar por clemencia y perdón”.
¿Humillarnos? ¿Confesar nuestros pecados? ¿Orar por perdón?
Hoy en día, imagino que tales llamados serían intolerables para muchos y protestarían contra ellos fuertemente; y un presidente que promueva ideas de este tipo sería ridiculizado públicamente. Ése es el triste estado espiritual de nuestra unión.
Sin embargo, éste es el nivel de liderazgo y habilidad política que nuestra nación necesita. En 1982, el presidente Ronald Reagan afirmó con audacia: “Necesitamos a Dios más de lo que Él nos necesita”.
En otra ocasión, también dijo: “Si alguna vez olvidamos que somos una nación bajo Dios, entonces seremos una nación en decadencia”.
Señor presidente o Señora presidenta, ¿qué piensa usted acerca de esto? Algunos entre nosotros percibimos que nuestros problemas y nuestra necesidad de Dios son mayores ahora que en décadas pasadas. Desde hace mucho vemos señales de que nos dirigimos a ser “una nación en decadencia”, independientemente de qué partido político esté en el poder.
No conozco sus posturas personales en cuanto a Dios, o cómo lo involucra en su vida diaria. Pero si pide “Así que Dios me ayude”, sería prudente recordar que Él “a los humildes dará gracia” (Proverbios 3:34).
Los aduladores y quienes buscan beneficios tienden a llenar a los presidentes de elogios, de los cuales el mayor es decir que Dios lo puso en esa posición por su justicia, sus políticas o su favor personal hacia usted. Los halagos pueden subirse a la cabeza, y son raras las personas que caminan en humildad ante Dios, siempre recordando que “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios 16:18). El una vez soberbio y poderoso rey Nabucodonosor aprendió por el camino difícil “que el Altísimo gobierna el reino de los hombres, y que a quien él quiere lo da, y constituye sobre él al más bajo de los hombres” (Daniel 4:17). Una historia con moraleja, sin duda.
La afrenta de la guerra civil inspiró humildad en Lincoln y, en ese punto bajo, alguien le preguntó si Dios estaba de su lado. “Señor, mi preocupación no es si Dios está de mi lado”, dijo el presidente. “Mi mayor preocupación es estar del lado de Dios, porque Dios siempre está en lo correcto”. Palabras de advertencia para hoy, sin duda.
No, usted no puede moldear el estado espiritual de una nación. Pero, como muchos presidentes antes de usted, sí tiene el poder de la retórica para poner a Dios en el primer plano de su conciencia, si se atreve. Tiene una plataforma desde la cual puede iluminar nuestros problemas espirituales, si los conoce. Puede exhortarnos a considerar nuestras mayores necesidades —humildad, buscar a Dios, confesar nuestros pecados, perdón, obediencia— si lidera el camino. Lo que hagamos con eso depende de nosotros, pero dónde y en quién usted pondrá la mirada, depende de usted.
Oro fervientemente por que, cuando Él mire desde el cielo, lo vea a usted buscándolo sabiamente.
Así que Dios nos ayude.
Clyde Kilough